LLAMADME
ALEJANDRA, de ESPIDO FREIRE
En
determinados momentos de la Historia aparecen personajes que son más
grandes que la Historia misma. Da lo mismo cual sea el origen de esa
“grandeza”. Y, también, si ésta es consecuencia de unos actos o
si, por el contrario, deriva del hecho de que el personaje acabe
convertido en causa. Ni siquiera importa su signo (positivo o
negativo), lo que importa es su impacto definitivo, su halo de
atracción en la posteridad.
Alix, la
princesa alemana (además de nieta de la reina Victoria de
Inglaterra) que casó con el zar Nicolás II (elevado a los altares
por el cine y la literatura: pienso en Doctor Zhivago, por
ejemplo) es uno de esos personajes tocados por la “grandeza” que
va más allá de la Historia. No por el hecho de haberse convertido,
a lo largo de su existencia, en un río permanente de rumores jamás
acallados incluso después de su asesinato (¿supervivencia de su
hija Anastasia?), sino porque Alix o Alejandra Feodorovna atesoró
una “grandeza” que supera el curso de la Historia. Tal vez porque
fue una mujer de múltiples contrastes: alemana y rusa en un mundo
enfrentado, fuerte y débil en una sociedad férreamente ordenada,
utópica y reflexiva o altanera y cohibida a pesar de estar
destinada a reinar y, finalmente, acabar como zarina de Rusia,
religiosa y crédula (Rasputín al fondo)... Todo ellos, contrastes
sorprendentes al ritmo de las circunstancias. Unas circunstancias que
abarcaron, entre otros aspectos animadversión familiar (María
Feodorovna y bastantes Romanov), frustración personal (cinco
embarazos antes de conseguir el deseado primogénito), mala fortuna
(portadora de hemofilia), frustración histórica (revolución
bolchevique)... cerradas además con un broche trágico después de
mil sufrimientos y sinsabores.
Alix que
había nacido para la gloria y los cuentos de hadas que siempre
solían envolver a los miembros de la realeza, acabó siendo todo un
crisol de la desdicha. Una alfa y omega desde varios puntos de vista
que, además, estuvieron siempre en permanente discordancia (lo que
pudo ser frente a lo que fue, lo que se esperaba de ella frente a lo
que jamás pudo cumplir, por ejemplo). En definitiva, una mujer de
múltiples aristas y reflejos, capaz de integrar en su seno el arco
que va desde lo político y lo social hasta la más secreta
intimidad. Pueden servir de ejemplo su fe religiosa frente a la
sugestión por Rasputín o su capacidad reflexiva pese a la oscuridad
de su destino. Una mujer pluriforme a lo largo de 24 años de
reinado, vividos con un ritmo de insatisfacción permanente y segados
por un final trágico.
Espido
Freire que nunca ha sido ajena a este tipo de personajes tocados por
la grandeza ( Por vos
nací, Teresa de Jesús. Querida
Jane. Querida Charlotte. Jane
Austen y hermanas Brontë, La flor del Norte. Kristina,
princesa noruega y mujer a la fuerza del hermano de Alfonso X el
Sabio), no podía dejar de lado a Alejandra Feodorovna,
la última zarina rusa. Tal vez porque en la exploración narrativa
que lleva a cabo deja de forma clara la “grandeza” que rodeó a
Alejandra desde una concepción próxima al héroe hasta la mayor
infravaloración de un ser humano como persona.
Alejandra,
la narradora/protagonista de Llamadme Alejandra,
mediante el uso técnico del flahs-back que
tanto aleja del momento presente desde el que arranca la historia
(atroz fusilamiento del zar y su familia), se adentra en un pasado
lleno de intensidad y sobre todo plural, amén de propenso a
bifurcaciones menores que, sin embargo, son siempre significativas.
Un pasado denso y cuajado de sugerencias porque, con habilidad
narrativa, la rememoración es llevada a cabo por Espido Freire en
primera persona. Una primera persona que posibilita, junto a la
proximidad para con el lector, una veracidad tan real como la vida
misma dado su carácter de “confesión”. Una proximidad y
confesión que permiten profundizar en situaciones, siempre
portadoras de un máximo en las experiencias que van desde los
vericuetos de la realidad a los intersticios de la intimidad de quien
protagoniza la historia al tiempo que también la narra.
Con
esta “confesión” de Alejandra (que Espido Freire deja caer al
ritmo de los recuerdos) lo que en verdad se logra es el alejamiento
del dolor que desprende la situación (y sin duda, su presentido
final) que, tal vez, hubiese caído hacia lo sentimental. Un
alejamiento perfecto al tiempo que, gracias a él, se accede a la
Historia con mayúsculas de la realeza europea y de los países en
los que esa reina (Inglaterra, Alemania, Rusia), caminando por sus
principales acontecimientos (I Guerra Mundial, revolución
bolchevique...), a la vez que manifiesta también la diferencia de
costumbres europeas (mundo femenino, con su sumisión al varón,
especialmente) o los adelantos técnicos (ferrocarril, telégrafo...)
sin perder de vista, por supuesto, la historia íntima como elemento
centrífugo, centrado en el amor entre Niki y Alix y su convivencia
en familia, tan llena de ilusiones y desventuras. Es decir, la
macrohistoria y la microhistoria sin desdeñar la importancia de lo
hogareño aparentemente sin trascendencia. Y, junto a todo ello,
también Espido Freire da cabida a la historia literaria de la época,
a la pintura y a la moda (fin del XIX y comienzos del XX) al compás
del aprendizaje individual de Alix desde su compromiso con Nicolás
II, pasando por su reinado antes de llegar al desenlace de su
fusilamiento. Se entiende, por tanto la advertencia de “El ser
humano, si lo sostiene la fe puede superarlo todo” (pág. 11) que
casi prologa la narración.
Sí,
Alejandra Feodorovna acaba siendo un personaje que se construye
continuamente ante el lector mostrando esa “grandeza” que la
convierte en personaje sugestivo, al menos para las generaciones
posteriores. Una construcción que es doble: Desde dentro al mostrar
un relato íntimo y desde fuera mediante las acciones envolventes,
derivadas de los hechos sociales, que van anunciando su agónica vida
y destino. Ello es posible por la buena ejecución del relato que
Espìdo Freire lleva acabo a lomos de una Alejandra, princesa y
zarina, al final de su vida. O lo que es lo mismo, el dibujo del
trayecto que va desde el mundo ordenado (gobierno real) al mundo sin
orden o destruido (revolución).
Para
ello, además, Espido Freire ejecuta una doble pirueta narrativa que,
por contraste, añade mayores perspectivas y más tensión al relato.
Es decir, sobre el punto de vista único de Alejandra o la
perspectiva sesgada de su narración, Espido superpone la visión
plural de testigos (sirvientes de limpieza) y de guardianes y
asesinos (informes Yurovsky e informe Rudnev y Girdhich), además de
algunos retazos confesionales que proveninen de las cartas de sus
hijas, las princesas, de amigos y de servidores. El resultado: una
novela sencilla en apariencia pero densa en contenidos, fácil de
lectura pero compleja en su construcción. Aspectos que dicen mucho
de Espido Freire como narradora, quien, además, sin ahogar al
lector, ha sabido volcar numerosos datos y aclimatar numerosos
documentos sin notarse. Al final, Llamadme Alejandra
acaba siendo un fresco histórico perfectamente comprensible acerca
de un momento histórico muy complicado y clave en el devenir
histórico del ser humano, sin dejar, por ello, de ahondar en lo
cotidiano de la existencia y en las costumbres y hechos que envuelven
a esa cotidianidad. Muy interesante esa capacidad narrativa mediante
la cual un sólo personaje es capaz de mostrar tal densidad de
sucesos históricos desde varias perspectivas de enfoque y
acercamiento. Llamadme Alejandra
es, sin duda, una trabajada y amena estructura narrativa plagada de
ricas perspectivas.
Espido
Freire. Llamadme Alejandra. Barcelona,
Planeta, 2017. 360 pp. Premio Azorín 2017.
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