domingo, 30 de agosto de 2009

EVOCACIÓN (I)

(Para Natalia)


Un par de veces al año mis hijos tienen el “mono” de la montaña. Y eso me agrada. Debe ser la genética la que obra tales milagros.
Como ellos, casi desde que tengo conciencia –me hice zaragozano a los diez años cuando el campo emigró al maná de la ciudad-, también necesito “subir” al Pirineo. En otoño y primavera, como épocas claves. En especial, desde que julio o agosto dejó de ser el tiempo del reencuentro con esta especie de “tierra prometida”.
Subir y estar. O sea, permanecer inactivo, sin apremios ni trabajo, vacío de metas, dejándome devorar por el tiempo y el paisaje.

Hace unos días, mi hija ha obrado el milagro. Precisamente, en este año que rompía la costumbre. Llamó desde Madrid para pedirme con vehemencia que pasáramos un día en el Valle. Como mínimo. El Portalet, el ibón de Piedrafita, Santa Elena… desgranaba quizá sabiendo que yo sentía lo mismo.
Y fuimos. Calor en España, niebla en Francia. Solaz en el ibón, evocaciones durante el viaje… Vuelos de memoria, fugaces relámpagos del pasado y, entre ellos, con la literatura de por medio, una certeza (De la mano de Manuel Vicent y su León de ojos verdes, 2009, pág. 134. Viví lo mismo. Por eso, cambiando la orografía y la toponimia, el paisaje y la época, le robo las frases):
“Fue una sensación casi espiritual, por decirlo de alguna forma. Aquella tierra era la mía, pensé, al pie de la sierra de Espadán había caído yo a este mundo desde la nada, aquella luz era la que me había alimentado, dentro de ella había crecido, aquel paisaje era mi placenta, aquellos montes llenos de trincheras, que recorrí en la niñez buscando balas, bombas y morteros, ahora me mostraban una sombra de humo. Allí estaba mi pasado, con mis primeras correrías y experiencias…”

No hay comentarios:

Publicar un comentario