viernes, 26 de junio de 2009

RELATO

TENÍA SETENTA AÑOS

Como yo, mi primo también la admiraba.

Me contaron la historia y sufrí. Soy así, propenso a la lástima. Mi madre siempre sacó a relucir ante sus amistades –lo recuerdo con vergüenza- mi veta sensible, el ramalazo tierno por el que tanto me odio. Tal vez porque de esta manera se reconocía en mí. O porque creía, tal vez, que algo suyo germinaba en mí y que así se prolongaría después de su muerte. Hasta mi adolescencia, no hubo visita que abandonase la casa sin conocer esa parte de mi espíritu. Sin que se llevase también parte de mi minada entereza. Y eso, a pesar de aquella frase -mientras alisaba mi pelo, siempre hirsuto, con su mano- tan repetida por ella y que, a mí, únicamente me traía un olor a sacristía:

"En él tengo puestas mis esperanzas".

Me contaron la historia y quedé impresionado. Ella siempre deseó estar en contacto con él. Antes que cualquier otra cosa. Lo quería como nada en el mundo. Eso confesó. Por ello, en distintas casas, después de cada mudanza, el piano estuvo siempre a la vista, cerca de su habitación. Así lo encontraron tras su muerte. Necesitaba, como mínimo, sentir su presencia. El vaivén de las notas dormidas en sus tripas. Eso decía. Nadie como ella sabía -o supo- acariciarlo. Lo trataba como al amante. La música era su vida. Le tarareaba a todas horas. Dejaba que ésta, la música, corretease por cada fibra de sus músculos. Hasta el arrobo. Y, por supuesto, hasta la entrega.

Lo normal era que sus dedos, disparados en el vacío, percutiesen con inaudibles tamborileos que le agarrotaban físicamente, llegando hasta ese cansancio que precede al agotamiento. A veces, taponaba sus oídos. Se aislaba, ensimismada, entre la gente. Daba una pena inmensa. Incluso para quienes estaban acostumbrados a sus extravagancias.

-“Jamás pude resistir un auditorio”, confesaba abiertamente y, a continuación, se justificaba diciendo que en su cabeza no cejaba la escucha del retumbo airado de su maestro. O su maleficio:

"Niña, tú jamás conseguirás interpretar nada de nada. No sabes siquiera lo que es un piano".

Así pasaron sesenta años. Atenazada por el miedo. Viendo el rostro del maestro que le escupía, entre fingida amabilidad, el desprecio. Un desprecio siempre convertido en palabras arrastradas con odio. Porque ella, pese a ser todavía muy niña, le había superado. En todo. Con creces.Él lo supo desde el principio. Casi setenta años.

La envidia es mala consejera. La música era la vida. Él vivía de ella. Ella con la música.
Él era su maestro. A pesar de sus pocos años, ella osó rebatirle algunas de sus apreciaciones. Con la sana inocencia de la pubertad. Él se cebó con ella. Allí, precisamente allí, incubándole una imperecedera inseguridad que acabó por destruirla. Completamente. Una inseguridad que, además, la persiguió toda su vida. Setenta años.

Nunca interpretó en público.

Ella, cuando murió, acababa de cumplir siete décadas, setenta años y nunca supo de verdad lo que era un auditorio.

Él, con toda probabilidad, mientras moría se acercó a su oído y volvió a decirle: "Niña, tú jamás..."

Ni muerta, la dejó en paz. La envidia es mala consejera.

Escuché la historia. Sufrí.

Soy así: dado a la lástima. Pobre mujer.

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