Las historias que alientan los
relatos de A lo largo de la vida tienden a
descansar sobre una idea común, tan preceptiva como vertebradora. En
todas ellas, la soledad, a la vez fruta dulce y amarga, recorre los
entresijos de sus tramas y habita en los personajes que por ellas
transitan. En ocasiones, manifestándose de forma evidente, con porte
casi de protagonista, mordiendo a dentellada limpia. Otras, por el
contrario, jugando a ser esquiva, para mecerse solo entre brumas por
las que intuir atisbos de luz y paz.
Por ello, los personajes de A
lo largo de la vida, al igual que los seres humanos, se afanan
en la búsqueda de una idílica convivencia que, con el tiempo, sea
del signo que sea, tiende a defraudarlos. Han nacido para compartir,
incluso lo inimaginable, pero, en medio del caos de sus vidas y del
ruido de quienes los acompañan, el desabrigo surge con virulencia.
Pese a estar rodeados, la sensación de orfandad y de soledad
alientan y envuelven su vida con dosis de alegría o de tormento. Y
la nada, el frío, la indefensión, el miedo, la oscuridad... o el
silencio se superponen y cruzan con la luminosidad, la armonía, la
reflexión, la conciencia en estado puro o el redentor encuentro con
uno mismo.
Desde el «mejor solo que mal
acompañado» del que, con sabiduría, arenga el viejo refranero,
hasta un socorrido y conciso «hallar al amigo que se lleva dentro»,
sin olvidar, entre otras muchas sentencias más, el destino final del
«morir solos», todo cabe en las historias creadas por Ramón Acín.
Y, por tanto, la vida, mientras los personajes padecen o sueñan a
fondo, y siempre al costado de lo cotidiano, fluye intensa en ellas,
mostrando la multiplicidad de su rostro (incluida la enredadora
visión que ofrece el periodismo actual). Con todo ello, emerge la
historia individual o colectiva, simple y a ras del suelo, para así
indagar en el acto más propio del hombre: sentir la soledad como
franca y perturbadora compañía
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