viernes, 5 de febrero de 2021
lunes, 7 de septiembre de 2020
RECORDANDO A CAMPOS REINA
Aguja de navegar
porRamón Acín

Quienes en tiempos disfrutaron con Santepar, la Trilogía del Renacimiento o los Relatos completos de Campos Reina (1946-2009) no pueden dejar de leer Parques cerrados (editado por Debolsillo en 2019), título bajo el que, en triple degustación, se acoge una exquisitez más de este celebrado autor de culto. Una exquisitez compuesta por el ya conocido y jugoso ensayo De Camus a Kioto (2010), por su Poesía completa y, sobre todo, por el Diario del Renacimiento, los dos últimos inéditos. Exquisitez con la que, además de saborear de nuevo la delicada y ajustada prosa de Campos Reina, se ahonda tanto en sus entresijos vitales y creativos, como en su mundo referencial o en sus temáticas centrales, porque Parques cerrados, tal como se confiesa a comienzo del diario, es ante todo “un enfrentamiento conmigo mismo” (p. 27) y porque, sin duda, funciona como “una aguja de navegar” en la obra del autor que partiendo desde el despertar a la vida y a la literatura del autor en el paraíso infantil de Puente Genil y tras atravesar otros espacios cardinales como, por ejemplo, Sevilla o Málaga, desemboca de lleno en el epicentro mismo de su actividad vital y de su sabroso universo literario.
Parques cerrados supone de entrada una auténtica delicia para el lector que ama y gusta de la buena literatura. No sólo por lo que en sí representa tal publicación al otorgar visibilidad y vida literaria a obras hasta ahora desconocidas, sino porque ayuda mucho a comprender la personalidad creativa de Campos Reina dada la honda y plural red de reflexiones sobre la que se sustenta el Diario del Renacimiento o por el humus que emana desde Poesía completa. El arco (sobre todo, de comprensión) que se abre con ambas es enorme, pues permite ir desde la más oculta y minúscula sensación hasta la más inimaginable meditación, accionadas todas ellas por la pluralidad de circunstancias (desde el impacto del paisaje infantil a que se conforma como esencial en la obra del de Puente Genil, por ejemplo) que movieron al autor durante su fecundo proceso creativo. Ideología, filosofía, estética, interpretación artística... se dan la mano con emociones íntimas y realidades cotidianas, enmarcadas siempre por los temas siempre esenciales en Campos Reina como el amor y la muerte.
Sustanciosa y básica es la “Breve reseña de mi vida” que abre el Diario del Renacimiento. Una reseña que avisa y que saca a la luz la “extraña red de circunstancias que me había conducido hasta donde estoy” (p. 9) y por la que asoma resplandeciente un autobiografismo reflexivo como enseña del quehacer creativo posibilitando así el uso de la intimidad al desnudo como explicación del ideal y del pensamiento artísticos de Campos Reina. Hay mucha valentía en esa desnudez que camina en pos de la comprensión que permite explicaciones claves tras vencer el recato y asumir los riesgos. En ella, abundan los recuerdos (”Florecen incendiados/ recuerdos de mi vida” confesará en el poema “Carreteras polvorientas”, Poesía completa, p. 21”), aportados por una memoria que se ejerce desde el mirador de la madurez y con asideros bien asumidos y justificados. Recuerdos capaces, sobre todo, de recuperar el tiempo ido (“el tiempo es una luz lejana”. Afirma en el autor en el poema en prosa “Visiones de las quebradas” de Poesía completa, p. 121). Una recuperación que, las más de las veces, ofrece instantáneas muy nítidas y no exentas de un contenido crítico que tiende a manar subterráneo tal como ocurre con el existir y comportamiento de los españoles en los años 50 del pasado siglo XX (años de hambre, de silencio, de sumisión y de manipulación religiosa, por ejemplo), frente a otras veces que se tintan de suculenta melancolía, aunque siempre bajo el timón de la reflexión que proporciona el hallazgo juicioso con el que todo adquiere sentido.
Si De Camus a Kioto supuso para el lector adentrase en el universo de referencias claves que se muestran como básicas en la obra de Campos Reina, la Poesía completa muestra el valor de la intimidad y de lo vital como elemento que acciona sensaciones que posibilitan y sustentan el acto creativo, complementados por el Diario del Renacimiento que permite visualizar un recorrido paralelo a la redacción de la saga de los Maruján, protagonistas de la Trilogía del Renacimiento, al abarcar con jugosas y alimenticias píldoras perfectamente destiladas (es lo que, a la postre, son los aquilatados fragmentos del diario) el trecho temporal que va desde 1989 a 2001. Un trecho temporal que da fe de cómo se siente el quehacer creativo, los materiales que sirven de quicio a éste, las dudas en los enfoques, los pulimentos necesarios para que la prosa, además de ser precisa, brille intensa sin obviar, por supuesto, la dolorosa conmoción que conlleva la poda… Es decir, colocar ante los ojos del lector, la ardua y solitaria tarea del día a día del escritor que, en definitiva, acaba siendo todo un testamento vital y artístico. Sin duda, un acierto editorial dar tal primicia al público lector amante de las buenas hechuras literarias que desarrollan temáticas vividas e inquietantes como las del añorado Campos Reina. Para devorar.
Campos Reina. Parques cerrados. Barcelona, Debolsillo, 2019.
lunes, 13 de julio de 2020
OCTAVIO GÓMEZ MILIÁN lee ABRIR LA PUERTA
unes,
13 de julio de 2020
Algunas palabras sobre Abrir la puerta de Ramón Acín (Ediciones Traspiés, 2013)

Me
prohibieron escuchar música con cascos en la última revisión del
carnet de conducir. Decía el médico que tenía problemas con los
graves. Podría haber hecho un juego de palabras pero como me habían
tomado 16 de tensión la cosa no iba por los derroteros del humor.
Podría haber hablado del miedo a las batas blancas o de José
Guardiola cantando Sixteen Tons, por 16 y por seguir siendo pop en
una revisión médica para renover el carnet. Ahí es donde mi di
cuenta de que quizá no era yo el que estaba sentado en aquel
cubículo prefabricado donde te trasladan, de oca a oca y tiro
porque me toca. Quizá era otro Octavio, uno que se apellidara de
segundo Millán en vez de Milián. Y busqué al volver pastillas
naturales que me bajaran la tensión y también diazepán 5 mg que
me colocara el ánimo en su lugar y finalmente busqué un libro que
hablara de otras personas y de sus vidas trágicas, pero que lo
trágico fuera cómico y quizá un poco mentira. Por cierto, ahora
uso cascos todo el día, cuando escribo conectados al ordenador y,
sobre todo, cuando paseo por el pueblo unidos al móvil, pero no
suena nada por ellos. El silencio es el mejor aislante. La gente que
me habla piensa que los confundo con otra persona. Entre eso y las
mascarillas soy anónimo. Ahora solo quiero ser ausente y vivir la
vida de las personas de Abrir la puerta de mi admirado Ramón Acín.
En casa de mis padres hay un ejemplar de Manual de héroes, pero esa
es otra historia entre Acín y yo. Hoy nos centramos en 2013.

Y
en Abrir la puerta. ¿Es Ramon Acín un seductor o un cazador de
piezas sabrosas? La Cioconda entre el Molino y el Renacimiento, como
en una canción de Jonathan Richmann. La seducción de las carnes
tersas son como el alimento perdido de los fotógrafos. Ascaso
estuvo en el Consejo General de Aragón y aquella mesa del Rey
Salomón o mueble de Ikea marca Artúrica fue arrebatada por balas
anarquistas y revolucionarias. Es del gusto del idelista recibir
balas en el pie del pragmático, si lleva una camiseta de Stalin
suele ir abrigado. Cuando en Zaragoza había mil periódicos en Jaca
iban por mil y uno. Cierren su paso a los cainitas y Líster, Juan
Negrín poniendo Gobernadores Civiles antes que Franco (con perdón,
Gobernador General de Aragón). Hay una frontera entre el Nescafé y
Venezuela, de color rojo y negro. A Sergio Algora y su catálogo de
libros inventados le hubier encantado añadir alguno de estos
artistas a su colección. Cuando latinoamérica es realista y
fantástica a la vez y los nombres se mezclan como la bebida de cola
y el pisco.

Marlene
Dietrich trató de sedudir a Greta Garbo en varias ocasiones. La
Garbo se dejab querer pero no quería resbalar por aquella terraza
inestable que era la fama recién fregada. Ser bisexual puede ser
atrevido pero no vinculante ni en aquellos tiempos ni ahora. Una
noche, cuenta una historia apócrifa -que no sale en este libro, por
cierto-, Marlene Dietrich consiguió seducirla a base de ginebra y
barbitúricos pero cuando iba a bajarle la ropa interior en la
lujosa habitación del lujoso hotel que solo dos divas como ellas se
merecían la Dietrich sintió una punzada de desagradable al
contemplar la poca higiene de la ropa interior de la Garbo. Esta
historia la podría confirmar Pere Gimferrer que espiaba desde la
ventana a un millón de pies de altura mientras enhebraba los versos
de “La muerte en Beverly Hills”. Es uno de los mejores textos
del libro, te hace pensar en las letras de Hollywood, en la colina,
convertida en un partenón con ruinas policromadas. Durante un
tiempo estuvo a la venta en Internet, subastada por un napolitano
anónimo, una pastilla de jabón hecha con las grasas, con las
mantecas que le habían sacado a Silvio Berlusconi en su última
liposucción. A veces uno piensa que es mucho mejor no limpiar la
ropa si no sabes con qué carajo la estás frotando.

Piensen
en una imagen tan poderosa como cadáveres descendiendo el Ebro, con
todos los uniformes cubiertos de sangre y barro, unificando el
dolor. La muerte no distingue entre la mezcla de sangre y barro.
Mientras en los dedos se acumulan las astillas, las astillas también
se llenan de sangre. Pero es otra sangre, la del que trabaja y tiene
hambre. Si tus manos están llenas de sangre seca es que te estás
ganando la vida honradamente, los asesinos solo tienen sangre en las
manos si son descuidados y tras lavarse se dejan algo bajo las uñas.
Hay una sangre que tiene muerte y otra sangre que tiene hambre. Una
se mezcla con el barro en los uniformes y otra en las astillas de
los que afilan madera en los aserraderos. Ramón, espero que sigas
leyendo a estas alturas de reseña. Porque ahora voy a hablar de la
resina y de los pinares. Como un disco que se repite, de vinilo,
claro. Una aguja de diamante, pequeña. Es diamante, pero es de
tamaño minúsculo. Un disco que se repite y se repite y te acaba
atrapando. Es el alzheimer, como si el tiempo diera una gran zancada
que recorriera décadas enteras, hacia delante y hacia atrás. Una
canción es un año y un disco una vida. Puedes estar dándole la
vuelta para que no se termine pero eso no evita que la muerte se
junte con el nacimiento. Entre medio las mismas canciones.

El
entomólogo seguro habitante de los tomos y las enciclopedias. Ser
entomólogo te asegura doble diversión cuando consultas una de esos
libros ciclópedos que nadie quiere, ni las bibliotecas ni las
librerías de lance: por un lando aprendes sobre la clasificación
de los artrópodos y por otro puedes acabar descubriendo entre las
páginas un nueva lepisma del azúcar con extra de patas (o
voracidad). Aquel entomólogo de tu historia tenía alma de PRI
(institucional y revolucionario) y mucho de vampiro, por lo eterno
de su mandato (y ese apetito por la sangre en mitad de un caluroso
Termidor). Ramón, ¿sigues por ahí? Estoy en el cementerio, trato
de escapar de la bruma y porque sé que con ella moldeas la
historia. El tercer hombre se escondía en sus novelas pulp y
traficaba con penicilina diluida. El tercer vértice hace el
triángulo y marca la zona de las Bermudas donde uno puede perderse.

Desde
Ateca a Villafeliche hay 35,6 kilómetros exactamente. Villafeliche
fue un canódromo de moda en la Zaragoza sobre la que escribo en una
novela en tránsito. Me encanta ese tono a lo Alberto Sordi para un
pueblo que se derrumba entre esquirlas aragonesas. Errata en la
página 60. No se me lo tome a mal maestro. Intoxicado, como un
canción de Aute, pero no de las mejores. Sale en un disco, Slowly,
que termina sin un cielo protector, Hafa Café. El Santo Bebedor fue
una obra de teatro, un monólogo con Alfonso Desentre y Jordi Lord
Sassafras que prometí ir a ver todas las veces que se representó.
Pero esto solo viene al caso porque esto no es una reseña ni un
crítica, son solo unas palabras que te debía, unas líneas que
engordan mi verano triste. Poeta apócrifo como todos los buenos,
bebe como Paul Bowles y ama como Rimbaud. O quizá sea al revés. Me
gustaría poder preguntárselo a Félix. Seguro que ti también.
Estoy casi terminando.

Como
pienso de putero y como fotógrafo enumera meretrices, como en una
lección de historia que cualquier apocado profesor de instituto
evitará. Hurtará a la realidad a sus alumnos. Una razón podría
ser la pura vergüenza y por otra la sátira incómoda de lo
políticamente correcto. No sé si queda mucho margen para temer a
lo políticamente correcto tras una pandemia, un apocalipsis o un
verano distópico...retrasé maestro Ramón Acín desde el 2013
hasta hoy la lectura de este libro que usted me regaló. En 2016
empaqueté todo y lo guardé en un almacén. Estudié cuentas y
álgebra para aprobar unas oposiciones y amar y ser amado. Tuve un
hijo. Hasta hoy, julio de 2020. Y en el antepenúltimo capítulo de
este libro imposible hay un texto, una carta, un artículo futurista
escrito en un periódico de su invención justo en este mes de julio
de 2020. Usted no lo corrige y hace bien. Como a trozos y a
mordiscos este libro tuyo, lo empiezo en Ateca, lo llevo a Chodes
-sueño que Antonio Saura se me acerca de noche y me susurra al
oído: “Ramón Sender tiene los bolsillos llenos de
arena.”-, va en la mochila hasta Zaragoza y vuelve a Ateca
donde me he reservado el final. Una vez mi padre nos llevó por una
carretera del Pirineo y detenidos en un recodo dijo: “Esto es la
garganta del demonio”. Y volvimos al Renault 12 verde camino de
Hecho. En Hecho enfermé de anginas y tuvieron que pincharme
penicilina, no la del tercer hombre, de verdad, de la que guardaba
el maquis. ¿Qué queda del maestro? Mi padre en Luesia, yo en
Ateca. Escribo sobre el número ocho porque tumbado es el infinito y
de pie, guillotinado (volvemos unas líneas más atrás, a la época
jacobina) son dos ceros que no suman nada.


Yo
que conozco las estaciones por las que no pasan trenes no temo a las
paradojas. Estén vacías o quietas siguen siendo necesarias. Y
termino, termino pensando en la península del Yukón, en las
marionetas del Mago de Oz que siempre olvidan a Toto, en la cócteles
de anfetaminas y hormonas que llevan siglos dando a Judy Garland,
Joselito, Messi y, si te descuidas, la familia Culkin al completo.
Es ya tarde, le dijo a mi hijo, te leo un cuento, uno de Disney.
¿Por qué Goofy no y Pluto sí? ¿Por qué Donald lleva una toalla
cuando sale de la ducha? ¿Habría perros en el zoo de los Bowles?
Volvemos de nuevo atrás. Volvemos a Félix, a su último cuento. A
la palabra ocelote, a los perros de Virginia Woolf. Buenas noches,
maestro. Cierro la puerta.

sábado, 27 de junio de 2020
jueves, 4 de junio de 2020
miércoles, 3 de junio de 2020
UN ANDAR QUE NO CESA, Leído por AURELIO LOURERIRO (Revista EPÍCURO)

RAMÓN ACÍN VIAJAR PARA VIVIR Y vivir para escriturar lo viajado
AURELIO LOUREIRO
- HEREDEROS DE EPICURO
- COMMENTS

Nos consta que el viaje que no se relata se desvanece. La forma de contarlo depende del propio viaje y de la voluntad del viajero.
Ramón Acín, escritor, viajero y buscador de piedras nuevas en el camino, nos enseña a reflexionar sobre el sentido del viaje a la vez que nos muestra nuevos lugares ya conocidos.
Dice el autor de Un andar que no cesa −libro editado por Fórcola que sirve de percha periodística para presentar en Epicuro a un escritor, profesor e insobornable promotor de la lectura y el viaje− que el viaje se hace para regresar. Los motivos del viaje son muy diversos, así como su contextura y su finalidad más allá de la premisa aceptada. Nada que objetar: viajar para volver.
No obstante, este andariego profesor de viajes e historias bien documentadas por la imaginación nos invita a mirar de soslayo un motivo distinto, casi secreto, que escapa quizá a la propia concepción del viaje en sus más variadas y sofisticadas manifestaciones, pero que anida en la misma esencia del viaje. Viajar para no regresar; el viajero que nunca vuelve al punto de partida, ese viajero cuya figura se acerca a la del viajero errante, pero no hasta el punto de confundirse con él. La voluntad del errante y la del que no regresa no puede ser más dispar.
Tú sabes, querido Ramón −aunque lo digas soto voce y entre certeras interpretaciones de los viajes que han sido y serán, los que pertenecen a tu memoria y los que permanecerán en los papeles de la literatura que tan bien se reflejan en tus palabras− que la gran paradoja del viaje y, por lo tanto, elemental, querido viajero, es que tal vez se viaje con la intención de regresar pero también con la tentación de no hacerlo nunca. El viajero nunca regresará a su casa porque su casa es el camino, los pasos que siempre llevan a otra parte, a otro lugar del que pronto partirá y así sucesivamente; y esto vale tanto para viajeros accidentales, turistas y errantes que buscan desesperadamente hallar su lugar de regreso en cada lugar que visitan sin hallarlo nunca.
El viajero accidental encontrará a cada paso lo que busca con esmero y hasta descubrirá con sorpresa que los misterios que se intuyen existen para que alguien los desvele, por más que anteriormente ya hayan sido develados; los misterios lo son porque siempre se renuevan y son capaces de alimentar un sinfín de tentaciones para cada viajero, sin moverse de su sitio, sin perder su identidad de misterios prestos a ser interpretados.
El turista regresa, pero lo hace en las fotos que ha tomado al socaire de la develación que cada instante del viaje, en grupo o en solitario, le proporciona y que enseña a los amigos para refrendar que ha estado allí y que ha rozado los misterios de los lugares que ha visitado y que tiene pruebas de su compromiso con esos lugares. Su nueva casa son esas fotos que muestra con orgullo y que se renovarán en temporadas futuras cuando, sin remisión, visitará otros lugares, otros misterios y adquirirá otros compromisos, como en una mudanza continua de imágenes.
El viajero errante no regresará nunca, precisamente porque pensará que cada nuevo lugar que visita es el punto de partida, el sitio donde quedarse; su error consiste en pensar que no hay nada más allá pero que tiene que comprobarlo y el error es pieza fundamental del viaje, su motivo es la huida hacia ninguna parte, el germen de su viaje cada paso que da, el regreso significa seguir adelante, no quedarse quieto.
El viajero que no regresa no lo hace porque en ello le vaya la vida o porque huya –a veces no basta con escapar de uno mismo para que te tomen por un huido−, sino porque la vida le lleva a eso, al viaje que no tiene vuelta atrás; el regreso es seguir adelante sin más contemplaciones; el horizonte se mueve y, éste sí, hace prisioneros. Dichosa maldición la del que cae en las garras del viaje o de la literatura –secuestrado con síndrome de Estocolmo−, tan imbricados que, en muchas ocasiones, confunden los buenos presagios con los designios inevitables. Ambos, viajero y literato −buscador de realidades escondidas y aventador de ficciones invisibles, respectivamente−, han de tener muy claro que el regreso es imposible; nunca hay nada al otro lado del horizonte. No es ningún secreto. El viaje tiene un fuerte componente de locura, por más que brille la sensatez del viajero. Además, ya sabemos lo que produce un exceso de razón.
Viajar para relatar lo viajado −amigo Acín, tú dices “escriturar”, consciente de que el que registra el viaje (el que lo escritura), es fundamental porque, en cierto modo, es un biógrafo de sí mismo y al mismo tiempo de su viaje interior, del que tampoco se puede escapar−, vivir viajando para contarlo, es la gran propuesta que mueve al viajero. Tú lo has dicho, todo lo que se es queda al margen cuando se hacen las maletas. Nunca sabremos si es la literatura la que está al servicio del viaje o viceversa. Tanto da, no es cuestión de prioridades. Todo va en la misma mochila. El viaje es insustancial sin su relato y la literatura es, en su propia concepción prístina, un viaje sin horizonte; la panacea del viajero errante o del que no puede regresar.
Confundidos escritor y viajero, suspendidos ambos en las postales de la memoria que siempre vuelven aunque esquive el punto de partida –el viajero nunca será el mismo−, el resultado es un libro como Un andar que no cesa, que seduce por lo que muestra y por lo que sugiere. Un libro, admirado Ramón, que si hay que hacer caso a Sándor Márai, es un buen libro porque ofrece respuestas. El viaje, cualquiera que sea, ofrece respuestas. El prologuista de lujo que has elegido, Julio Llamazares, viajero impenitente, ofrece respuestas. ¿Qué más se puede pedir? Un regalo que los lectores de Epicuro agradecemos.
lunes, 1 de junio de 2020
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