unes,
13 de julio de 2020
Algunas palabras sobre Abrir la puerta de Ramón Acín (Ediciones Traspiés, 2013)
Me
prohibieron escuchar música con cascos en la última revisión del
carnet de conducir. Decía el médico que tenía problemas con los
graves. Podría haber hecho un juego de palabras pero como me habían
tomado 16 de tensión la cosa no iba por los derroteros del humor.
Podría haber hablado del miedo a las batas blancas o de José
Guardiola cantando Sixteen Tons, por 16 y por seguir siendo pop en
una revisión médica para renover el carnet. Ahí es donde mi di
cuenta de que quizá no era yo el que estaba sentado en aquel
cubículo prefabricado donde te trasladan, de oca a oca y tiro
porque me toca. Quizá era otro Octavio, uno que se apellidara de
segundo Millán en vez de Milián. Y busqué al volver pastillas
naturales que me bajaran la tensión y también diazepán 5 mg que
me colocara el ánimo en su lugar y finalmente busqué un libro que
hablara de otras personas y de sus vidas trágicas, pero que lo
trágico fuera cómico y quizá un poco mentira. Por cierto, ahora
uso cascos todo el día, cuando escribo conectados al ordenador y,
sobre todo, cuando paseo por el pueblo unidos al móvil, pero no
suena nada por ellos. El silencio es el mejor aislante. La gente que
me habla piensa que los confundo con otra persona. Entre eso y las
mascarillas soy anónimo. Ahora solo quiero ser ausente y vivir la
vida de las personas de Abrir la puerta de mi admirado Ramón Acín.
En casa de mis padres hay un ejemplar de Manual de héroes, pero esa
es otra historia entre Acín y yo. Hoy nos centramos en 2013.
Y
en Abrir la puerta. ¿Es Ramon Acín un seductor o un cazador de
piezas sabrosas? La Cioconda entre el Molino y el Renacimiento, como
en una canción de Jonathan Richmann. La seducción de las carnes
tersas son como el alimento perdido de los fotógrafos. Ascaso
estuvo en el Consejo General de Aragón y aquella mesa del Rey
Salomón o mueble de Ikea marca Artúrica fue arrebatada por balas
anarquistas y revolucionarias. Es del gusto del idelista recibir
balas en el pie del pragmático, si lleva una camiseta de Stalin
suele ir abrigado. Cuando en Zaragoza había mil periódicos en Jaca
iban por mil y uno. Cierren su paso a los cainitas y Líster, Juan
Negrín poniendo Gobernadores Civiles antes que Franco (con perdón,
Gobernador General de Aragón). Hay una frontera entre el Nescafé y
Venezuela, de color rojo y negro. A Sergio Algora y su catálogo de
libros inventados le hubier encantado añadir alguno de estos
artistas a su colección. Cuando latinoamérica es realista y
fantástica a la vez y los nombres se mezclan como la bebida de cola
y el pisco.
Marlene
Dietrich trató de sedudir a Greta Garbo en varias ocasiones. La
Garbo se dejab querer pero no quería resbalar por aquella terraza
inestable que era la fama recién fregada. Ser bisexual puede ser
atrevido pero no vinculante ni en aquellos tiempos ni ahora. Una
noche, cuenta una historia apócrifa -que no sale en este libro, por
cierto-, Marlene Dietrich consiguió seducirla a base de ginebra y
barbitúricos pero cuando iba a bajarle la ropa interior en la
lujosa habitación del lujoso hotel que solo dos divas como ellas se
merecían la Dietrich sintió una punzada de desagradable al
contemplar la poca higiene de la ropa interior de la Garbo. Esta
historia la podría confirmar Pere Gimferrer que espiaba desde la
ventana a un millón de pies de altura mientras enhebraba los versos
de “La muerte en Beverly Hills”. Es uno de los mejores textos
del libro, te hace pensar en las letras de Hollywood, en la colina,
convertida en un partenón con ruinas policromadas. Durante un
tiempo estuvo a la venta en Internet, subastada por un napolitano
anónimo, una pastilla de jabón hecha con las grasas, con las
mantecas que le habían sacado a Silvio Berlusconi en su última
liposucción. A veces uno piensa que es mucho mejor no limpiar la
ropa si no sabes con qué carajo la estás frotando.
Piensen
en una imagen tan poderosa como cadáveres descendiendo el Ebro, con
todos los uniformes cubiertos de sangre y barro, unificando el
dolor. La muerte no distingue entre la mezcla de sangre y barro.
Mientras en los dedos se acumulan las astillas, las astillas también
se llenan de sangre. Pero es otra sangre, la del que trabaja y tiene
hambre. Si tus manos están llenas de sangre seca es que te estás
ganando la vida honradamente, los asesinos solo tienen sangre en las
manos si son descuidados y tras lavarse se dejan algo bajo las uñas.
Hay una sangre que tiene muerte y otra sangre que tiene hambre. Una
se mezcla con el barro en los uniformes y otra en las astillas de
los que afilan madera en los aserraderos. Ramón, espero que sigas
leyendo a estas alturas de reseña. Porque ahora voy a hablar de la
resina y de los pinares. Como un disco que se repite, de vinilo,
claro. Una aguja de diamante, pequeña. Es diamante, pero es de
tamaño minúsculo. Un disco que se repite y se repite y te acaba
atrapando. Es el alzheimer, como si el tiempo diera una gran zancada
que recorriera décadas enteras, hacia delante y hacia atrás. Una
canción es un año y un disco una vida. Puedes estar dándole la
vuelta para que no se termine pero eso no evita que la muerte se
junte con el nacimiento. Entre medio las mismas canciones.
El
entomólogo seguro habitante de los tomos y las enciclopedias. Ser
entomólogo te asegura doble diversión cuando consultas una de esos
libros ciclópedos que nadie quiere, ni las bibliotecas ni las
librerías de lance: por un lando aprendes sobre la clasificación
de los artrópodos y por otro puedes acabar descubriendo entre las
páginas un nueva lepisma del azúcar con extra de patas (o
voracidad). Aquel entomólogo de tu historia tenía alma de PRI
(institucional y revolucionario) y mucho de vampiro, por lo eterno
de su mandato (y ese apetito por la sangre en mitad de un caluroso
Termidor). Ramón, ¿sigues por ahí? Estoy en el cementerio, trato
de escapar de la bruma y porque sé que con ella moldeas la
historia. El tercer hombre se escondía en sus novelas pulp y
traficaba con penicilina diluida. El tercer vértice hace el
triángulo y marca la zona de las Bermudas donde uno puede perderse.
Desde
Ateca a Villafeliche hay 35,6 kilómetros exactamente. Villafeliche
fue un canódromo de moda en la Zaragoza sobre la que escribo en una
novela en tránsito. Me encanta ese tono a lo Alberto Sordi para un
pueblo que se derrumba entre esquirlas aragonesas. Errata en la
página 60. No se me lo tome a mal maestro. Intoxicado, como un
canción de Aute, pero no de las mejores. Sale en un disco, Slowly,
que termina sin un cielo protector, Hafa Café. El Santo Bebedor fue
una obra de teatro, un monólogo con Alfonso Desentre y Jordi Lord
Sassafras que prometí ir a ver todas las veces que se representó.
Pero esto solo viene al caso porque esto no es una reseña ni un
crítica, son solo unas palabras que te debía, unas líneas que
engordan mi verano triste. Poeta apócrifo como todos los buenos,
bebe como Paul Bowles y ama como Rimbaud. O quizá sea al revés. Me
gustaría poder preguntárselo a Félix. Seguro que ti también.
Estoy casi terminando.
Como
pienso de putero y como fotógrafo enumera meretrices, como en una
lección de historia que cualquier apocado profesor de instituto
evitará. Hurtará a la realidad a sus alumnos. Una razón podría
ser la pura vergüenza y por otra la sátira incómoda de lo
políticamente correcto. No sé si queda mucho margen para temer a
lo políticamente correcto tras una pandemia, un apocalipsis o un
verano distópico...retrasé maestro Ramón Acín desde el 2013
hasta hoy la lectura de este libro que usted me regaló. En 2016
empaqueté todo y lo guardé en un almacén. Estudié cuentas y
álgebra para aprobar unas oposiciones y amar y ser amado. Tuve un
hijo. Hasta hoy, julio de 2020. Y en el antepenúltimo capítulo de
este libro imposible hay un texto, una carta, un artículo futurista
escrito en un periódico de su invención justo en este mes de julio
de 2020. Usted no lo corrige y hace bien. Como a trozos y a
mordiscos este libro tuyo, lo empiezo en Ateca, lo llevo a Chodes
-sueño que Antonio Saura se me acerca de noche y me susurra al
oído: “Ramón Sender tiene los bolsillos llenos de
arena.”-, va en la mochila hasta Zaragoza y vuelve a Ateca
donde me he reservado el final. Una vez mi padre nos llevó por una
carretera del Pirineo y detenidos en un recodo dijo: “Esto es la
garganta del demonio”. Y volvimos al Renault 12 verde camino de
Hecho. En Hecho enfermé de anginas y tuvieron que pincharme
penicilina, no la del tercer hombre, de verdad, de la que guardaba
el maquis. ¿Qué queda del maestro? Mi padre en Luesia, yo en
Ateca. Escribo sobre el número ocho porque tumbado es el infinito y
de pie, guillotinado (volvemos unas líneas más atrás, a la época
jacobina) son dos ceros que no suman nada.
Yo
que conozco las estaciones por las que no pasan trenes no temo a las
paradojas. Estén vacías o quietas siguen siendo necesarias. Y
termino, termino pensando en la península del Yukón, en las
marionetas del Mago de Oz que siempre olvidan a Toto, en la cócteles
de anfetaminas y hormonas que llevan siglos dando a Judy Garland,
Joselito, Messi y, si te descuidas, la familia Culkin al completo.
Es ya tarde, le dijo a mi hijo, te leo un cuento, uno de Disney.
¿Por qué Goofy no y Pluto sí? ¿Por qué Donald lleva una toalla
cuando sale de la ducha? ¿Habría perros en el zoo de los Bowles?
Volvemos de nuevo atrás. Volvemos a Félix, a su último cuento. A
la palabra ocelote, a los perros de Virginia Woolf. Buenas noches,
maestro. Cierro la puerta.
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