DEL JUEGO DE PARECIDOS O DE UN ALMA DIVIDIDA EN DOS CUERPOS.
Ramón Acín.
Javier
Sebastián (Zaragoza, 1962) es un escritor que nunca defrauda. Una
tras otra, sus novelas, desde
La casa del calor
hasta
El puente de Vauxhall y
sin olvidar El
ciclista de Chernóbil, además
de rezumar
el sabor
de la buena literatura,
siempre
han llevado adosadas
las
pertinentes cargas de
profundidad que posibilitan
una navegación sutil,
plural y a fondo por temas con
enjundia donde
el ser humano y su entorno adquieren grandes dimensiones.
Algo que de nuevo sucede
en su recién publicada
novela El escapista que,
a pesar de una aparente
sencillez expositiva (todo un logro comunicativo), vuelve a exigir la
atención del lector y, por supuesto, una lectura pausada con
la que captar el grosor y la hondura de cuanto se atesora en sus
páginas. Como ya es habitual a lo largo de su trayectoria, Sebastián
cuida de nuevo la factura y la construcción de su texto, eliminando
aquello que es apenas valioso para la historia en cuestión o aquello
que el lector puede suplir con facilidad, y, por tanto, dirigirse al
meollo de los temas para exprimirlos a conciencia. Exigencias
muy propias
de Javier Sebastián que
alcanzan todavía un mayor
climax en
El escapista como,
entre otros aspectos,
demuestra con
la eficaz abundancia de los
silencios, el
aleteo de
la duda, la sorpresa
de las
contradicciones o
la enorme
importancia de la
especulación, sin olvidar el
valor de un humor tendente a la sonrisa y capaz de limar asperezas.
El
escapista comienza con la
sorprendente argamasa de
datos científicos (adenoma hipofisiario, por
ejemplo) y documentales (cita
de gigantes famosos)
que se compaginan y
complementan a
los datos personales y a
las ubicaciones geográficas
(muy acertada la Córcega
escuadrista)
siempre a
caballo de la versión
personal que ofrece
uno de los protagonistas (Carmelo). Todo
ello en primera persona (acercamiento verosímil) y con algunas
gotillas de humor. La novela
desde su
comienzo abre así
la posibilidad de varias
líneas de lectura, previas
a descargar
la cuestión central:
la duplicidad o
figura del doble y, a
su vera, por
supuesto, la posibilidad de
suplantación de identidad
cuando vienen mal dadas en la
vida. Una posibilidad
avisada
en el pórtico de la novela mediante la
reproducción extractada
de una noticia (El País,
25. septiembre, 1983) que
refiere el
caso real del
activista Ignacio Alonso Martín fugado de la cárcel al cambiarse
por su hermano. Extracto
que, a todas luces,
actúa como pauta
a la hora de
centrar el caso de los hermanos y gigantes Carmelo y Rafael,
protagonistas de El escapista.
Se
trata, por tanto de hacerse
pasar por otro y, como
consecuencia y
sobre todo,
de indagar los muchos y
variados problemas que una
suplantación así conlleva.
De
ello va la novela
en principio.
Y se apunta
“en principio”, porque aún siendo una
línea argumental potente,
a sus lomos se alzan otros
muchos
cabos temáticos, repletos
también de interés (algunos
interesantes como el tráfico de vísceras humanas).
Con
esa sutil acumulación, la
novela crece en
bifurcaciones, en
encrucijadas y en
perspectivas con varias posibilidades
de desenlace.
Y con ello también
se abren a nuevos espacios y
se da
pie a nuevos personajes
(conseguidos los femeninos
pese a la simpleza de sus trazos)
ampliando el abanico
argumental y la trama, además de dotar a la
novela de una sabrosa
densidad. Por
ejemplo, al espacio
carcelario
del
primer capítulo, se añade
el espacio
abierto de la isla de Córcega (aunque en una isla sea
también un
lugar cerrado) del
segundo capítulo. Y así,
sucesivamente. Algo que,
además, es correlativo a los
procesos
inversos
en lo personal, pues si la
trayectoria de un hermano va
de la cárcel al espacio abierto, la
del otro opera
al revés. Se trata de
viajes contrarios
y, sin embargo, complementarios, en
los que, además, las
identidades de ambos adquieren nuevas fisonomías con
perspectivas en
continuo
cambio
para el lector dadas
las versiones que
cada hermano
deshilacha en su capítulo
correspondiente (muy
eficaz la alternancia de
voces). Versiones
que se
tintan de parciales o
interesadas, amén
de contrarias, obligando a la
actividad lectora
frente a la especulación y la duda que
permanentemente se derivan de
tales versiones. Interesa
y atrae mucho
la presencia de la duda resultante
y que,
en la novela,
no sólo se ubica
en la mente
de los protagonistas, sino que se cuela
también en
sus
acciones, conformando un
acierto con su vaivén
que,
además,
apuntala
tambien
el interés del lector
para hacerse
con la historia.
Los
curriculum que los
dos protagonistas afirman de su persona
a lo largo de la novela como aval
de su
condición humana, difieren
de su
pasado y no
concuerdan habitualmente
con las actuaciones que llevan a cabo. En esa distorsión ética y
moral es donde
radica el
secreto de
El escapista. Porque
la distorsión no
es producto de la suplantación en sí, anclada en el parecido físico
que acciona y permite el desarrollo
de la historia,
sino en la mirada a la que se
ve abocado el lector
por el impacto y empuje de
frases-sentencia, esporádicas
en apariencia, pero siempre claves para la comprensión de cuanto
se cuenta ( por ejemplo:
“engáñales y te harán
caso”, “Es cuestión de poner la cabeza en marcha, me dijo. Y
enseguida eres otro”, páginas
76 y 80). No caer en lo
físico, abandonar incluso la posibilidad (“entre gemelos se vive
sabiendo que podría ser repuesto por piezas del otro”, página
155) e ir más allá de ambas
fronteras. En
suma, que la anécdota de
compartir un riñón (elemento físico) y
un parecido
casi total, aunque así lo
aparente,
nada tiene que ver con la
realidad de compartir
pensamientos y catadura moral.
La físico es simple apariencia ante la fuerza
vital de lo
anímico, que sí es trascendente. En su falla se desarrollan las
continuas bifurcaciones que Javier Sebastián despliega
con habilidad. Bifurcaciones que se asientan
en la mentira, auténtica
bandera. Es decir, meterse en
la piel del otro y asumir su personalidad para ser otro y dejar
incluso la posibilidad de ser
un alma con dos cuerpos.
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Javier
Sebastián. El Escapista.
Madrid, Alianza Editorial, 2020. 212 páginas.
(*) Revista TURIA, nº 135.
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