MÁS ALLÁ DEL REDON (Y
AINHOA)
Ramón
Acín.
Digámoslo
de entrada, con contundencia: Un amor de Redón,
de Ricardo Lladosa (Zaragoza, 1972) es una lectura obligada para
quienes aman la literatura y disfrutan con ella. No sólo por el
placer que destilan sus páginas, sino porque, además, informa y
enseña con detalle y sensatez sobre la época y la atmósfera en
las que se asientan los contenidos de la narración. Se intuye al
fondo el enorme esfuerzo documental (pintura, historia, fotografía,
movimientos literarios, paisaje...) que, sin embargo, aflora lo
justo en la superficie de la novela. Pues tanto los datos sobre su
protogonista, el pintor y literato Odilon Redón (1840-1916), como
los escenarios del Medoc francés que acogen el desarrollo de cuanto
acontece, caminan medidos de forma prodigiosa en función del
aparente eje central que sustenta la novela y que se advierte desde
el mismo título: el amor entre el pintor Redón y la fotógrafa
Ainhoa, esposa del banquero Lévy y, sobre todo, adelantada para su
tiempo por sus conocimientos fotográficos y la necesidad de ahondar
en el proceso creativo. Un eje amoroso suculento, alejado de la
lujuria y propenso a lo cortés, que cobija e, incluso, posibilita
otros de mayor calado. Desde los centrados en el concepto evolutivo
del arte y los procesos de creación, hasta las diferencias entre
ver y observar el mundo o la fuerza que posee la mentira, quizás el
mejor conductor a la hora de armar la estructura de la novela y,
también, a la hora de degustar el lector sus resultados.
Es
aconsejable no olvidar la cita de Petronio (“el mundo desea ser
engañado, engañémoslo”) que encabeza Un amor de Redon
y estar alerta durante su lectura, propensa a la insinuación y a la
duda. Y, ante todo,
atender a los detalles, por insignificantes que parezcan. Porque,
aunque la atmósfera simbolista y pictórica ofrezca certezas,
tienda a la realidad y asiente la verdad histórica y cultural dando
pie a una seguridad en el lector, el aire gótico y fantasmal del
castillo donde Redon pinta sus heroinas bíblicas (Betsabé, Judit y
Salomé), Ainoha retrata el proceso pictórico de Redón y los
criados, discretos y distantes, realizan sus faenas a la par que ven
fantasmas, inclinan la lectura hacia la inseguridad. Es un vaivén
muy logrado por Ricardo Llodosa que disfruta escribiendo y trufando
ambas direcciones en un mismo carril narrador. Un Ricardo Llodosa
hábil que sabe fundir en el hibrido maravilloso que es Un
amor de Redón géneros
dispares (novela psicológica, histórica, gótica, intriga,
suspense) y utilizar materiales muy fiables (historia,
personalidades literarias, movimientos artísticos) junto a
fantasías y hasta humoradas (especialmente en la persona de Lucién,
poeta maldito, con su libro Entrevistas con monstruos
solitarios). Es decir, el
abanico plural de la erudición puntillosa, el desboque humorístico,
el toque fantástico, el golpe de efecto y, por supuesto, la
reflexión profunda.
Todo
comienza en los alrededores de Burdeos el verano de 1894 con el
encargo del banquero Lévy, a instancias de su hijo Lucien, para que
Odilon Redon pinte tres cuadros para el castillo Pantenac. Un
castillo comprado en subasta pública a unos deshauciados marqueses
con genealogia desde tiempos de Francisco I de Francia. Un castillo
en el que habita Ainhoa, la mujer del banquero Lévy que, por su
“pasión insaciable por los negocios” se desentiende de las
relaciones de familia y posibilita el “amor” entre el pintor y
la aprendiz de fotografía; un “amor” que fluctua entre la
atracción, la pasión, el deseo, la lujuría, la compañía, la
compenetración y hasta con la quimera (“fantaseando encontrame
con Redón”, pág. 218 “Cada vez que salía a la cale fantaseaba
con la idea de encontrarla”, pág,.221) insinuando así la
complejidad de la novela.
A
partir de ese encargo, de ese espacio y de ese encuentro, la
ramificación está servida y las posibilidades del contenido
narrativo se multiplican. Cada personaje no sólo aporta su mundo
interior, sino que obliga a caminar por los entronques con quienes
los rodean y atender a sus choques. Redon llevará al ambiente
artístico y literario (incluso cruza cartas con personajes como
Gauguin o Mallarmé, a veces solicitando ayuda a sus dudas y
quemazones) y a su mundo interior, complejo y perturbado. Ainhoa
adentrará en el terrenos de la fotografía naciente en aquellos
momentos gracias a su apredizaje junto a Lamort (humor hasta en el
nombre escogido), quien precisamente retrata a los muertos,
costumbre de época como recuerdo permanente para los vivos ante la
ausencia evidente del finado (muy interesante el tema de la muerte
acompañando al acto heróico, que a veces descansa en el homicida,
caso de la bíblica Judiht). Ambos, Redon y Ainhoa, cuando uno pinte
y la otra fotografie, mostrarán el proceso pictórico y los
entresijos del arte y, de rondón, del alma humana, además de las
respectivas reflexiones. Lucien bogará por el ambiente bohemio de
los simbolistas franceses, con su poesía, sus poses y sus excesos
(humor muy conseguido en el episodio del río). El banquero Lévy
introducirá la atmósfera más práctica y económica del XIX. Y
los criados del castillo, con su extraña fidelidad y su actuar
distante, junto a las relaciones de servidumbre, llevarán al caudal
de la mentira (“nosotros en esa casa parecíamos meros invitados”
o “A menudo tenían la impresión que los marqueses seguían
allí” pág. 52).
En
suma, complejidad, intriga, suspense en una trama que se traslada al
ojo lector mediante una mirada doble y paralela (Redon y Ainhoa, con
su capítulos alternantes), sin olvidar, por supuesto, la oculta
mirada de los criados al fondo. Miradas todas ellas que se
desentienden de cualquier planitud y que arman una novela
poliédrica, donde la insinuación y la duda se emparejan
perfectamente con la figura del personaje Odilon Redon, sacándolo
del olvido, no sólo pictórico, para disfrute de quien se acerque a
Un amor de Redon.
-Ricardo
Llodosa.Un amor de Redon.
Ediciones Fórcola. Madrid, 2019, 240 páginas.
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