jueves, 12 de marzo de 2020

UN AMOR DE REDON (Turia 133/134)


MÁS ALLÁ DEL REDON (Y AINHOA)

Ramón Acín.

    Digámoslo de entrada, con contundencia: Un amor de Redón, de Ricardo Lladosa (Zaragoza, 1972) es una lectura obligada para quienes aman la literatura y disfrutan con ella. No sólo por el placer que destilan sus páginas, sino porque, además, informa y enseña con detalle y sensatez sobre la época y la atmósfera en las que se asientan los contenidos de la narración. Se intuye al fondo el enorme esfuerzo documental (pintura, historia, fotografía, movimientos literarios, paisaje...) que, sin embargo, aflora lo justo en la superficie de la novela. Pues tanto los datos sobre su protogonista, el pintor y literato Odilon Redón (1840-1916), como los escenarios del Medoc francés que acogen el desarrollo de cuanto acontece, caminan medidos de forma prodigiosa en función del aparente eje central que sustenta la novela y que se advierte desde el mismo título: el amor entre el pintor Redón y la fotógrafa Ainhoa, esposa del banquero Lévy y, sobre todo, adelantada para su tiempo por sus conocimientos fotográficos y la necesidad de ahondar en el proceso creativo. Un eje amoroso suculento, alejado de la lujuria y propenso a lo cortés, que cobija e, incluso, posibilita otros de mayor calado. Desde los centrados en el concepto evolutivo del arte y los procesos de creación, hasta las diferencias entre ver y observar el mundo o la fuerza que posee la mentira, quizás el mejor conductor a la hora de armar la estructura de la novela y, también, a la hora de degustar el lector sus resultados.

    Es aconsejable no olvidar la cita de Petronio (“el mundo desea ser engañado, engañémoslo”) que encabeza Un amor de Redon y estar alerta durante su lectura, propensa a la insinuación y a la duda. Y, ante todo, atender a los detalles, por insignificantes que parezcan. Porque, aunque la atmósfera simbolista y pictórica ofrezca certezas, tienda a la realidad y asiente la verdad histórica y cultural dando pie a una seguridad en el lector, el aire gótico y fantasmal del castillo donde Redon pinta sus heroinas bíblicas (Betsabé, Judit y Salomé), Ainoha retrata el proceso pictórico de Redón y los criados, discretos y distantes, realizan sus faenas a la par que ven fantasmas, inclinan la lectura hacia la inseguridad. Es un vaivén muy logrado por Ricardo Llodosa que disfruta escribiendo y trufando ambas direcciones en un mismo carril narrador. Un Ricardo Llodosa hábil que sabe fundir en el hibrido maravilloso que es Un amor de Redón géneros dispares (novela psicológica, histórica, gótica, intriga, suspense) y utilizar materiales muy fiables (historia, personalidades literarias, movimientos artísticos) junto a fantasías y hasta humoradas (especialmente en la persona de Lucién, poeta maldito, con su libro Entrevistas con monstruos solitarios). Es decir, el abanico plural de la erudición puntillosa, el desboque humorístico, el toque fantástico, el golpe de efecto y, por supuesto, la reflexión profunda.
    Todo comienza en los alrededores de Burdeos el verano de 1894 con el encargo del banquero Lévy, a instancias de su hijo Lucien, para que Odilon Redon pinte tres cuadros para el castillo Pantenac. Un castillo comprado en subasta pública a unos deshauciados marqueses con genealogia desde tiempos de Francisco I de Francia. Un castillo en el que habita Ainhoa, la mujer del banquero Lévy que, por su “pasión insaciable por los negocios” se desentiende de las relaciones de familia y posibilita el “amor” entre el pintor y la aprendiz de fotografía; un “amor” que fluctua entre la atracción, la pasión, el deseo, la lujuría, la compañía, la compenetración y hasta con la quimera (“fantaseando encontrame con Redón”, pág. 218 “Cada vez que salía a la cale fantaseaba con la idea de encontrarla”, pág,.221) insinuando así la complejidad de la novela.

    A partir de ese encargo, de ese espacio y de ese encuentro, la ramificación está servida y las posibilidades del contenido narrativo se multiplican. Cada personaje no sólo aporta su mundo interior, sino que obliga a caminar por los entronques con quienes los rodean y atender a sus choques. Redon llevará al ambiente artístico y literario (incluso cruza cartas con personajes como Gauguin o Mallarmé, a veces solicitando ayuda a sus dudas y quemazones) y a su mundo interior, complejo y perturbado. Ainhoa adentrará en el terrenos de la fotografía naciente en aquellos momentos gracias a su apredizaje junto a Lamort (humor hasta en el nombre escogido), quien precisamente retrata a los muertos, costumbre de época como recuerdo permanente para los vivos ante la ausencia evidente del finado (muy interesante el tema de la muerte acompañando al acto heróico, que a veces descansa en el homicida, caso de la bíblica Judiht). Ambos, Redon y Ainhoa, cuando uno pinte y la otra fotografie, mostrarán el proceso pictórico y los entresijos del arte y, de rondón, del alma humana, además de las respectivas reflexiones. Lucien bogará por el ambiente bohemio de los simbolistas franceses, con su poesía, sus poses y sus excesos (humor muy conseguido en el episodio del río). El banquero Lévy introducirá la atmósfera más práctica y económica del XIX. Y los criados del castillo, con su extraña fidelidad y su actuar distante, junto a las relaciones de servidumbre, llevarán al caudal de la mentira (“nosotros en esa casa parecíamos meros invitados” o “A menudo tenían la impresión que los marqueses seguían allí” pág. 52).
    En suma, complejidad, intriga, suspense en una trama que se traslada al ojo lector mediante una mirada doble y paralela (Redon y Ainhoa, con su capítulos alternantes), sin olvidar, por supuesto, la oculta mirada de los criados al fondo. Miradas todas ellas que se desentienden de cualquier planitud y que arman una novela poliédrica, donde la insinuación y la duda se emparejan perfectamente con la figura del personaje Odilon Redon, sacándolo del olvido, no sólo pictórico, para disfrute de quien se acerque a Un amor de Redon.

-Ricardo Llodosa.Un amor de Redon. Ediciones Fórcola. Madrid, 2019, 240 páginas.


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