UN
OJO DE SUGERENCIA Y BELLEZA LITERARIAS (*)
Ramón
Acín
Con
las novelas de Manuel Gutiérrez Aragón Casi siempre suele sucederme
que al iniciar su lectura presiento que en ellas el cálido rumor de
la narración me está ocultando el potente bramido de su corriente,
por lo general, pese a la apariencia afable, recio e impetuoso. La
lectura del El ojo de cielo, la última novela del santanderino, lo
certifica, pues lo que a simple vista aparece como una serpenteante
historia familiar conformada por cuatro mujeres, desprovistas de
pivote masculino (ese Bustamante a la vez marido y padre huido,
desaparecido o ¿muerto?), acaba siendo muchísimo más, dando cuerpo
a una metáfora más que explicativa, a reflexiones sabrosas e,
incluso, a la plasmación lógica de la vida misma en permanente
discurrir. Porque El ojo del cielo no trata solamente de las
relaciones femeninas en la previsible dimensión madre/hijas con
padre ausente a la que se acoge la novela desde las primeras escenas,
ni tampoco en la dimensión fraterna subsiguiente, compartidas ambas,
además de circunscritas en un espacio concreto, común y luchado a
brazo partido y donde el espíritu femenino, plural por supuesto,
debe mostrar todas sus facetas, incluida las propias del despertar,
saboreamiento y apaciguamiento sexual. No, El ojo del cielo va más
allá de esa múltiple y sorda lucha de la convivencia familiar,
porque, por ejemplo, el entorno también es protagonista y se deja
oír con fuerza. Y así, sobre el estruendo de alegrías y penas o
del fragor de necesidades y allanamientos, el espacio cobra fuerza
hasta erigirse en otro de los motivos centrales de la novela. Un
motivo a tener muy presente y en cuenta.
La
montaña (el Valle del As, para ser exactos) se convierte en
epicentro vital, paralelo al intenso corrotear de Margarita, Valen,
Bel y Clara, sus habitantes y protagonistas (amén de otros
subsidiarios como Abderramán, Colombo. El Estudiante o, incluso, el
narrado Mantecón). Epicentro vital para mostrar especialmente la
metafórica diferencia entre la vida de un pasado de arcadia,
esplendoroso y cardinal, confrontado, sin quizá pretensión buscada,
a la condición actual (la clave la da el estudio de El Estudiante
sobre la organización social de los pasiegos). Y así, la montaña
como ladera por donde todo se desliza hacia no se sabe donde y sin
sujeción alguna por si fuera poco, acaba siendo precisa figura
explicativa de cuanto se cuenta. Y no sólo de la vida libre,
buhonera y trashumante de tiempos pasados que ya es solución
imposible, además de constituir la estampa del final de un mundo,
incluso ya inexistente. Un mundo que, sin embargo, aún da calor y
arropa con vitalidad a la historia narrada, además de otorgarle
consistencia y de permitir que fluya el aliento de un alma que se
saborea como verdadera.
De
ahí tanto la importancia del mestizaje, como la presencia de la
doble vida, capaces de acoger en un seno único, sin miedo al choque,
modos ancestrales en ardua convivencia con la novedad que impone la
ciudad (estudios de Bel, presencia del móvil, por ejemplo). Es
decir, interesa mucho en la lectura perseguir la acertada visión de
ese trasfondo vital, borroso a veces pero en plena confluencia, que
tan pronto da cabida a los mugidos de una novilla a punto de ser
inseminada como permite el dibujo de la presencia vigilante de un
radar de la Otan (“el ojo del cielo sólo pertenece a Dios y a los
militares”, se dice). O que propicia la presencia de canciones en
inglés al tiempo que acoge imágenes de un aislamiento y un silencio
impensables entre otros muchos aspectos a destacar. Es decir, la
montaña y la ciudad, como peces en charca, boqueando tanto la
tradición como el futuro y permitendo que Valen, Bel, Ludi y demás
narradores naveguen a trancas y barrancas en espacios proclives a la
sorpresa y a las tempestades. Generalmente con la duda constante como
un buen motor de propulsión. Una duda que se destila también
metafóricamente de ese ojo del cielo/radar que todo lo ve desde la
cima, además de presidir el discurrir del valle y de quienes en él
habitan.
Tanto
el aislamiento de la montaña como los correteos por los espacios
urbanos, superponiéndose, al derivarse de las vidas de todos los
protagonistas de El ojo del cielo, posibilitan asimismo la presencia
clave del mundo de los sentidos, otra de las grandes claves de la
novela. El poder de la vista y la conseguida plasticidad de las
descripciones se une con firmeza a lo derivado del olfato (en
especial, lo relativo a la dimensión sexual y a la paisajista) y del
oído (valor del ruido y de las canciones, por ejemplo) para dar
fuerza y valor a la sugerencia, capaz ésta de enviar más allá de
los contornos de lo comunicado y de expandir por tanto la lectura
hacia profundidades imprevistas que hacen de la
historia,
simple en apariencia, todo un denso relato de realidad y vida pese a
sus vientos mágicos. Un relato que, además, posee mucho sabor a
oralidad (esa presencia de conversaciones ingenuas que se llena de
jugosidad. Conversaciones además capaces de armar el puzzle en su
totalidad mediante el buen rellenado de los intersticios o bien al
actuar como sólida argamasa) y, por supuesto, de sabor a cuento. De
ahí también la grata mixtura entre lo mágico y la realidad que
tanto atrae en la lectura y que también tanto dota al texto de
belleza literaria. Mixtura que, por si fuera poco, también es capaz
de adensarlo mediante referencias de palpitante presentismo como son
las relativas a la crisis económica, por ejemplo, llenas por lo
general de un apenas entrevisto humor y dotadas de cierta corrosión,
Y, por supuesto, tampoco hay que olvidar el cierre con Clara, la
representante de la inocencia. Lo dicho, una historia repleta de
sugerencias y belleza literarias, además de placentera.
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Manuel
Gutiérrez Aragón. El ojo del cielo. Barcelona, Anagrama, 2018. 172
pp.
(*Revista Turia, noviembre de 2019).
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