VIDA POLIÉDRICA, PLURAL E INFINITA
Ramón Acín
Cuando hoy
día se afronta la lectura de novedades literarias, por más que existan otras posibilidades
intermedias, a grandes rasgos el lector puede tropezarse con dos tipos de
escritor bien diferenciados: escritores del ruido o escritores del silencio. El
éxito puede sonreír a ambos, pero,
cuando sucede, genralmente las maneras de satisfacción también suelen ser algo
diferentes. Mientras a unos les sacian las llamaradas de los medios y se acunan
en el sustancioso tintineo del bolsillo, otros prefieren, ante todo, el
hallazgo de lectores inteligentes sin importar mucho el ayuno de las masas y
que esa herida literaria se ahonde. Lo anterior viene a cuento a raíz de Un
ojo siempre parpadea, donde un silencioso Miguel Carcasona intenta, ante
todo, explicarse el mundo y las relaciones que lo manifiestan y con las que éste
se interconexiona. Un mundo siempre próximo y aparentemente normal, pero
también, repleto de ángulos, aristas y
recovecos entrevistos por el atento ojo de escritor que busca captar, fijar,
realzar y, finalmente, dotar de sentido: Un inmejorable cimiento para bogar en
la lucided literaria.
Una lucidez,
la de Miguel Carcasona narrador, que parpadea desde la metáfora que se
descuelga del acertado título y de la que no hay que olvidarse al leer el libro
por cuanto él anuncia para el contenido de su libro de relatos: la función de
un ojo contemplador que, al parpadear con las varias historias
propuestas, no sólo limpia las más que posibles impurezas narrativas, sino que,
además, juega a enhebrar secuencias encadenadas por una concienzuda mirada -y
meditación- sobre la vida y de la vida. Atentos, pues, a los latidos, gamas,
ritmos, segmentos o procesos de la existencia reflejada en los relatos de
Carcasona. Atentos al despliegue de cuanto actúa como basamento en las
historias, tocadas generalmente por la emotivodad de lo próximo, pero jamás
exentas de dureza, sagacidad y trascendencia.
Es cierto que,
por lo general, casi todos los libros de relatos presentan al lector cierta dificultad
–o, siendo más dificultad que una novela-, dado que, por un lado, los libros de
relatos desprenden una inconexión lógica derivada de la dispersión temática -también
de la diferente forma expositiva- y, por otro, de esa tendencia actual que, salvo
excepciones, los conciben como almacén acumulativo de piezas sueltas. No es el
caso de Un ojo siempre parpadea, donde un río subterráneo –además de una especie de banda musical común-
recorre los textos dotándolos de unidad. Un río que posee mucho de sensación
enhebradora y de sentimiento común y que actúa como esencia, como atmósfera colectiva
o, entre otros aspectos más invisibles, como búsqueda permanente -contenga liberación
o catarsis- sobre la existencia y las maneras de ser afrontada. Cauce y
atmósfera que, además, se asientan en geografías actuales, reconocibles y, en
gran medida, vividas –me atrevería a decir que personales y vitales, como
Sangarrén, paisajes de la infancia vital de Miguel… como homenaje-. Cauce y
atmósfera que acentuan la intensidad de las emociones y ahondan en los estados
de ánimo que se proponen y sobre los que cabalgan las anécdotas o historias
narradas. Unas historias que, además, siempre hablan de la condición humana.
Aunque la
amplitud de los textos – entiéndase, extensión o número de páginas- es descendente conforme se avanza en la
lectura, estos nunca pierden fuerza en el asedio en torno a la vivencia de la
realidad que ejecutan. Aún con sus normales altibajos, la intensidad está siempre
presente, constituyendo un acierto narrativo. Sobre todo, tras la potencia que posee
el relato que abre el libro (“Todos los perros aullan”), donde el estado de
desánimo ante el error –idea bucólica de vida, típica de una generación
reconocible, desarrollada en el seno de una urbanización próxima a la gran urbe-
permite visulizar, primero, y deambular, después, tanto por el interior de los
personajes como por el entorno envolvente que estos habitan o, mejor,
malhabitan. Las escenas aisladas (perros, rata, solar, motos, autopista,
ruidos…), acumuladas y superpuestas, muestran una certera imagen del cansancio
o del desánimo en la reiterada reflexión que parece no asumir la realidad. Y
todo ello contado con la proximidad casi confesional de la primera persona que incide
a que la historia se cuele antes por los ojos que por la fuerza de voz.
Esa voz que
cuenta de “Todos los perros aullan” se convertirá en el segundo relato, “Lo que
pasa”, en una voz que observa –de nuevo, la fuerza del ojo- la sucesión de los
días, la soledad de las personas y la estupidez de la vida a través de una
familia revuelta y poco unida. Todo bien llevado hasta llegar a la explosión
final del relato, cerrado con potente sorpresa. Y así, ahondando en la visión,
contemplación y reflexión de la vida, sea de juventud o sea de madurez, los
relatos se suceden explorando nuevas posibilidades. A veces enganchados a la
locura del amor o a la pasión de la locura (“Flor”); a la venganza y la traición (“En el arcén de la
costumbre”); a un trotar por el tiempo y la ficcion de los diversos “yoes” que
poseemos/interpretamos (“El reparador de sueños”); a la amargura que se
descuelga del fracaso o del hastío ante las ilusiones de la vida (“Verano del
82”); al dolor de lo que se, es enfrentado a lo que se pudo ser (“Tarde de
miércoles”)… pero, siempre para
avisarnos o para demostrar –no olviden el título- que la realidad que
percibimos puede cambiar o cambia mientras el ojo parpadea. Y, por tanto, para
avisar que la vida es poliédrica, plural e infinita, tanto en el exterior
(espacial, geográfica: abertura del ojo) como en el interior (parpadeo, cierre
del ojo). Resumiendo, Un ojo siempre
parpadea avisa de la vida y de sus múltiples formas e interpretaciones, sustentadas
siempre en sustanciosas que Miguerl Carcasona trabaja con cordura y miradamadura.
Un libro, por si fuera poco, enriquecido además por una prosa, que, en
ocasiones, está destilada al máximo al quedar despojados los textos propuestos
de redundancias y de cuanto es
innecesario, y, en otras, por empujar al lector a cubrir los huecos con palabras
que la narración suguiere, pero que están en sus relatos.
-Miguel Carcasona. Un ojo siempre parpadea. Tropo Ediciones, 2015.
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