martes, 1 de septiembre de 2015

COMENTARIO SOBRE LOS RELATOS DE Miguel CARCASONA en la revista TURIA

VIDA POLIÉDRICA, PLURAL E INFINITA
                                         Ramón Acín
Cuando hoy día se afronta la lectura de novedades literarias, por más que existan otras posibilidades intermedias, a grandes rasgos el lector puede tropezarse con dos tipos de escritor bien diferenciados: escritores del ruido o escritores del silencio. El éxito puede  sonreír a ambos, pero, cuando sucede, genralmente las maneras de satisfacción también suelen ser algo diferentes. Mientras a unos les sacian las llamaradas de los medios y se acunan en el sustancioso tintineo del bolsillo, otros prefieren, ante todo, el hallazgo de lectores inteligentes sin importar mucho el ayuno de las masas y que esa herida literaria se ahonde. Lo anterior viene a cuento a raíz de Un ojo siempre parpadea, donde un silencioso Miguel Carcasona intenta, ante todo, explicarse el mundo y las relaciones que lo manifiestan y con las que éste se interconexiona. Un mundo siempre próximo y aparentemente normal, pero también,  repleto de ángulos, aristas y recovecos entrevistos por el atento ojo de escritor que busca captar, fijar, realzar y, finalmente, dotar de sentido: Un inmejorable cimiento para bogar en la lucided literaria.


Una lucidez, la de Miguel Carcasona narrador, que parpadea desde la metáfora que se descuelga del acertado título y de la que no hay que olvidarse al leer el libro por cuanto él anuncia para el contenido de su libro de relatos: la función de un ojo contemplador que, al parpadear con las varias historias propuestas, no sólo limpia las más que posibles impurezas narrativas, sino que, además, juega a enhebrar secuencias encadenadas por una concienzuda mirada -y meditación- sobre la vida y de la vida. Atentos, pues, a los latidos, gamas, ritmos, segmentos o procesos de la existencia reflejada en los relatos de Carcasona. Atentos al despliegue de cuanto actúa como basamento en las historias, tocadas generalmente por la emotivodad de lo próximo, pero jamás exentas de dureza, sagacidad y trascendencia.

Es cierto que, por lo general, casi todos los libros de relatos presentan al lector cierta dificultad –o, siendo más dificultad que una novela-, dado que, por un lado, los libros de relatos desprenden una inconexión lógica derivada de la dispersión temática -también de la diferente forma expositiva- y, por otro, de esa tendencia actual que, salvo excepciones, los conciben como almacén acumulativo de piezas sueltas. No es el caso de Un ojo siempre parpadea, donde un río subterráneo  –además de una especie de banda musical común- recorre los textos dotándolos de unidad. Un río que posee mucho de sensación enhebradora y de sentimiento común y que actúa como esencia, como atmósfera colectiva o, entre otros aspectos más invisibles, como búsqueda permanente -contenga liberación o catarsis- sobre la existencia y las maneras de ser afrontada. Cauce y atmósfera que, además, se asientan en geografías actuales, reconocibles y, en gran medida, vividas –me atrevería a decir que personales y vitales, como Sangarrén, paisajes de la infancia vital de Miguel… como homenaje-. Cauce y atmósfera que acentuan la intensidad de las emociones y ahondan en los estados de ánimo que se proponen y sobre los que cabalgan las anécdotas o historias narradas. Unas historias que, además, siempre  hablan de la condición humana.

Aunque la amplitud de los textos – entiéndase, extensión o número de páginas-  es descendente conforme se avanza en la lectura, estos nunca pierden fuerza en el asedio en torno a la vivencia de la realidad que ejecutan. Aún con sus  normales altibajos, la intensidad está siempre presente, constituyendo un acierto narrativo. Sobre todo, tras la potencia que posee el relato que abre el libro (“Todos los perros aullan”), donde el estado de desánimo ante el error –idea bucólica de vida, típica de una generación reconocible, desarrollada en el seno de una urbanización próxima a la gran urbe- permite visulizar, primero, y deambular, después, tanto por el interior de los personajes como por el entorno envolvente que estos habitan o, mejor, malhabitan. Las escenas aisladas (perros, rata, solar, motos, autopista, ruidos…), acumuladas y superpuestas, muestran una certera imagen del cansancio o del desánimo en la reiterada reflexión que parece no asumir la realidad. Y todo ello contado con la proximidad casi confesional de la primera persona que incide a que la historia se cuele antes por los ojos que por la fuerza de voz.


Esa voz que cuenta de “Todos los perros aullan” se convertirá en el segundo relato, “Lo que pasa”, en una voz que observa –de nuevo, la fuerza del ojo- la sucesión de los días, la soledad de las personas y la estupidez de la vida a través de una familia revuelta y poco unida. Todo bien llevado hasta llegar a la explosión final del relato, cerrado con potente sorpresa. Y así, ahondando en la visión, contemplación y reflexión de la vida, sea de juventud o sea de madurez, los relatos se suceden explorando nuevas posibilidades. A veces enganchados a la locura del amor o a la pasión de la locura (“Flor”); a  la venganza y la traición (“En el arcén de la costumbre”); a un trotar por el tiempo y la ficcion de los diversos “yoes” que poseemos/interpretamos (“El reparador de sueños”); a la amargura que se descuelga del fracaso o del hastío ante las ilusiones de la vida (“Verano del 82”); al dolor de lo que se, es enfrentado a lo que se pudo ser (“Tarde de miércoles”)… pero, siempre para  avisarnos o para demostrar –no olviden el título- que la realidad que percibimos puede cambiar o cambia mientras el ojo parpadea. Y, por tanto, para avisar que la vida es poliédrica, plural e infinita, tanto en el exterior (espacial, geográfica: abertura del ojo) como en el interior (parpadeo, cierre del ojo).  Resumiendo, Un ojo siempre parpadea avisa de la vida y de sus múltiples formas e interpretaciones, sustentadas siempre en sustanciosas que Miguerl Carcasona trabaja con cordura y miradamadura. Un libro, por si fuera poco, enriquecido además por una prosa, que, en ocasiones, está destilada al máximo al quedar despojados los textos propuestos de redundancias y de cuanto  es innecesario, y, en otras, por empujar al lector a cubrir los huecos con palabras que la narración suguiere, pero que están en sus relatos.


-Miguel Carcasona. Un ojo siempre parpadea. Tropo Ediciones, 2015.

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