Con el absurdo a cuestas
porRamón Acín
Desde la noche de los tiempos, Eros y Thanatos han conformado los dos grandes ejes, además de básicos, sobre los que suelen asentarse y moverse los mecanismos de las grandes obras literarias. Ambas fuerzas están presentes en Samsa, de Lorenzo Ariza, latiendo con gran potencia en su horizonte, aunque el latido camine más por el carril de la sugerencia que por el trillado de la evidencia.
Así, Grete, la hermana de Gregor Samsa (que, en la novela, también actúa como elemento metafórico, capaz de retardar y ocultar la problemática al personaje central), actuará como eje erótico ante el protagonista-narrador, quien, sin saber la causa, se ve empujado a escribir sobre todo cuanto le rodea para así disipar, cuando menos, alguna de las muchas nieblas que se ciernen sobre su existencia.
Frente a éste eje sexual, femenino y erótico, en paralelo, caminará la fuerza del thanatos, asentada en el extraño accidente y posterior muerte del “principal” –brazo derecho del protagonista-narrador- quien hasta su óbito ha llevado con precisión matemática la ancestral empresa familiar que el protagonista heredó de sus mayores; una muerte que revolotea de forma insistente en todos los actos y sucesos de la novela.
Pero aún siendo importante la presencia de tales polos universales, Lorenzo Ariza, con el potente eco de Kafka al fondo, hace parpadear con contundencia su interés por el tema del absurdo y sus muchas adherencias y ramificaciones. Nos referimos al absurdo que borra límites y que emborrona las fronteras de la lógica. Con ello, la visión de la existencia humana perderá su prístina claridad y posibilitará el paso al lado oscuro de la vida y, a la vez también, permitirá el acceso a la “otredad” (no olvidar la persistente metáfora del protagonista ante el espejo. Valga una cita como ejemplo: “Por la mañana, al despertar, observándome en el espejo, pensé a que lado del mismo se encontraba aquel que decía ser yo”, pág. 89). De eso, precisamente, trata Samsa, en permanente diálogo con La Metamorfosis de Kafka (y de algunos otros cuentos del checo: “el artista del hambre”, por ejemplo), del lado oscuro de la vida y de la necesidad de hablar del “otro” o de encontrar al “otro” que está instalado en nosotros. Un diálogo o narración que se consigue, sobre todo, gracias a la abundante presencia y poder de los sueños (“”sólo en el sueño se hacían factibles las metamorfosis” confesará el protagonista- narrador en la pág. 96 al saber con certeza que “en los sueños somos los que nos somos”) y, también, al poder de las alucinaciones o de las locuras personales que habitan y viven en la mayoría de los personajes de la novela (y de todo lector, por supuesto).
¿Cómo llega a ello Lorenzo Ariza?, ¿cómo consigue exponer el absurdo de la existencia? O ¿cómo accede y traspasa la oscuridad que envuelve a ésta? Lo consigue haciendo uso de la anécdota con el mencionado apoyo de la historia de Gregor Samsa en lontananza. Con la anécdota, en una continuo y permanente ramificación, logra expandir su historia narrativa hacia el problema de cómo acceder, conocer y comprender la existencia del ser humano. O, cuando menos, de cómo acceder mínimamente el lado oscuro del ser humano. Un lado oculto e inquietante a la vez que gratificante.
La anécdota en Samsa, tal como ocurre también en la narrativa de Javier Tomeo, por ejemplo, se reduce a un hecho en apariencia trivial que, sin embargo, es marcado de forma puntual en tiempo y en el calendario desde el inicio de la novela (“Día lluvioso de noviembre”). Es decir, lo imprevisto, rebozado de lógica. Y con esa lógica asentada en la anomalía, la profundización. La historia en pleno sentido apenas tiene cabida. Todo se reduce a lo que un narrador omnisciente quiere contar. Estamos ante el arte de componer con un material mínimo, celular, para derivar a lo monumental y de trabajada arquitectura. Y ello es así porque la clave de la novela no radica en el suceso o circunstancia, sino en el desarrollo a que es sometido el breve suceso o anécdota, ramificada en una tupida red de disyuntivas.
En Samsa la anécdota desencadenante es la siguiente: Un mozo de almacén comunica al principal y éste al dueño de la empresa (a la postre protagonista y narrador de la novela) que uno de sus comerciales no ha acudido, como de costumbre, a la estación para tomar, como estaba fijado, el tren de las cinco. Es decir, la lógica de la rutina cotidiana del trabajo en la empresa se ha roto y debe ser conocida la causa de tal interrupción de la cadena. Un suceso simple, pero imprevisto, trastoca el orden secreto de la cotidianidad y debe ser analizado en profundidad. Ahí reside el desarrollo de la novela, pues la falta a la cita del comercial, conlleva la investigación del principal y a causa de lo que éste descubre cuando acude a la casa para interesarse y saber de él –algo desconocido para el lector y continuamente aleteando en la narración- la locura ocupa su persona y acaba muriendo arrollado por un tranvía. Tras este arranque, la historia narrada adquiere rápidamente ramificaciones en varias e imprevistas direcciones: investigación de la muerte, indagación introspectiva del protagonista-narrador, salida a la luz de circunstancias oscuras tales como la vida oculta (“otredad”) del principal y del comercial, etc. En suma, el suceso y su imprevisto acaecer permiten traspasar los límites de la realidad aceptada como verdadera y normal y, por tanto, acceder a otro mundo paralelo o submundo desconocido que deja claro que el absurdo es quien domina la vida.
Una vida desconocida a cuya información se irá accediendo a cuentagotas, engrosando la anécdota inicial para arribar a una realidad plural, ramificada en varias direcciones, sean las varias relativas a la vida de quien narra (desde el sueño, la introspección, la alucinación o la impresión), sean las relativas al hecho narrado y sus secuelas, o sean las propias a las vidas del resto de los personajes que pululan por la novela. La conclusión final será de desasosiego, de manera similar a lo que acontece en las creaciones kafkianas o en las obras de Javier Tomeo con quienes Lorenzo Ariza se emparenta.
No quiero –no debo- desvelar más, pero sí decir, por ejemplo, que la historia narrada cuadra a la perfección con los lugares donde acaece –almacén, calles, casa...- y, también, que tales espacios poseen su buena dosis de tribulación dentro de la lógica de la cotidianidad. En ellos, la sensación de lo cerrado, de clausura, de oclusión, de agobio... abunda. En ellos y en los muebles y demás elementos que los cercan, dando así la fisonomía adecuada cual geografía acompañante, al tiempo que asisten a los sueños, cuadran con lo imposible y dan forma a la alucinación (remito a la casa de la familia Samsa, por ejemplo). Y, también apuntar otro buen hallazgo de Lorenzo Ariza: maneja bien los tiempos verbales en función de la materia narrada (narración de hechos, introspección, sueño...) sin que haya quiebro alguno en lo relatado. O que lo pictórico ayuda perfectamente al aura de las descripciones. O que las enumeraciones concuerdan como guantes con la introspección... En suma, una primera obra, densa, sugerente, profunda que rompe con el típico esquema que se espera de cualquier opera prima. Una primera obra que sorprende por su prosa medida, equilibrada, comunicativa y, sin duda, fiel a los momentos que el autor relata y, ante todo, una prosa rica en contenido y significados, por su detallismo comunicativo tanto a la hora de dar fe de sucesos, como a la hora de especificar rasgos físicos y psíquicos.
Lorenzo Ariza, Samsa, Oviedo, Pez de Plata, 2014.
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