El río del Edén
Ramón Acín (*)
La vida es un viaje con su principio y su final, por supuesto. Y en medio, cobijo enorme y múltiple para miles y miles de circunstancias. Y si en el principio de cualquier viaje reina el ansia y la ingenuidad ante lo ignoto, en su final tiende a planear todo lo contrario. En especial, el escepticismo, la indiferencia, la aceptación e, incluso, la resignación.
A un viaje parecido (pero mucho más especial y enjundioso), nos invita José María Merino con ‘El río del Edén’. A un viaje que, como mínimo, tiene triple dirección. Pues, por un lado, se asiste al itinerario físico que realizan los personajes Daniel (padre) y Silvio (hijo discapacitado) para llevar las cenizas de Tere (madre y esposa) a un lugar mirífico ubicado en el nacimiento del Tajo que, para quien narra y protagoniza la historia, tuvo visos de auténtico Edén. Es el hilo argumental básico, donde cabe la naturaleza como escenario y fondo perfectos y, en especial, como elemento simbólico. Por otro lado, supone un retomo al pasado o, mejor, un viaje al tiempo encerrado en la memoria; viaje que es ejecutado desde el momento más cercano a la narración (permanentes ‘flahs back’ activados desde el momento presente de la narración) para así, tras el permanente y retrospectivo goteo de información, ofrecer el panorama total de la historia. Es decir, la casuística y sus explicaciones que van armando al argumento básico antes citado. Y, finalmente, existe también un posible tercer viaje: el mental, realizado al centro mismo del personaje, protagonista y narrador que, de esa manera, al desnudarse, busca explicarse y así dotar de sentido a su vida. Y para ello, nada mejor que el excelente y acertado uso de la segunda persona con la que se relata este triple trayecto de la novela, puesto que en esta persona se acomodan muy bien los estados anímicos (y sus recodos), sean de corte intros¬pectivo, reflexivo, emocional... a lomos del continuo fluir del pensamiento. Y todo ello, además, paralelo a la descripción objetiva del entorno natural en el que acontecen los hechos.
La novela arranca con Daniel y Silvio, padre e hijo, en el camino. Cada cual, a vueltas con su mundo particular (imaginativo en Silvio frente a la pesarosa introspección en Daniel) avanza hacia ese Edén con las cenizas de Tere a cuestas. El Edén es su meta, pero también es el acicate que hará profundizar en lo desconocido. Al joven Silvio mínimamente, dada su ingenuidad y su disparatada imaginación, cuando la realidad le aísle al extraviarse en el bosque. Y, con dureza, a Daniel, el padre, que, 25 años atrás, cuando era joven, llevó a cabo junto a Tere, su novia y, después, esposa, el mismo trayecto hasta ese paraje donde el río comienza su andadura (un símbolo más entre los muchos que atesora la novela); hasta el auténtico paraíso común y vital, dado que en él su experiencia amorosa con Tere alcanzó el éxtasis. Si para Silvio el viaje sirve como mínimo para asomarse fuera del cascarón en el que su discapacidad (síndrome de Down) le tiene atrapado, para Daniel conlleva un verdadero descenso a los infiernos. Y es así porque, al ritmo de la andadura física, el Daniel actual va asumiendo su persona y su vida pasada, al tiempo que profundiza en la relación con su hijo discapacitado que, hasta ese instante, estúpida y cruelmente, había evitado e, incluso, intentado, desechar.
El viaje que Daniel repite hasta la laguna (Edén de juventud donde él y Tere, libres de toda traba y en medio de un mundo natural sin contaminación, conocieron la felicidad) siguiendo las huellas de antaño, le permite a Daniel aminorar el dolor de la pérdida física (muerte de Tere) al tiempo que asumir la pérdida vital, es decir, su fracaso múltiple, desde el matrimonio a su condición como persona. Daniel bucea en su interior y va asumiendo los muchos 'danieles' que en él habitan, aceptándose, por fin, como ser humano que es. Pero, a la vez, este permanente bucear también le permite avizorar todo cuanto ha perdido (además del amor y la presencia física de Tere) e iluminarle en su desazón. Porque la vida es eso precisamente: un continuo madurar a golpe de obstáculos y claudicaciones que, cuando se asumen, pueden dotar de sentido a la existencia. En suma, ‘El río del Edén’ trata del aprendizaje vital brotando de la decepción de uno mismo ante lo mucho que ha desechado y perdido; el aprendizaje en la aceptación del fracaso. Porque eso es lo que hace Daniel, aceptar las distintas aristas de su persona, aunque sean incomprensibles y contradictorias; aristas que le han lleva-do hasta la nada más desnuda: pérdida del amor, de la felicidad, de la ilusión, del eje vital... y casi de la familia.
El río del Edén, lleno de una abundante simbología que tanta trabazón otorga a la historia narrada (véase: río de la vida, vergel paradisiaco, concepto de viaje como aprendizaje, importancia de la leyenda del traidor conde don Julián o, entre otros más, el significativo nombre de Silvio), se edifica a partir de la realidad misma. De ahí la trascendental presencia de una efímera felicidad socavada por sus contrarios, la lucha entre el amor y el odio, la pintura de la quebradiza y frágil consistencia de las relaciones, el ahondamiento en los oscuros pozos de la personalidad humana... que van forjando la certera envoltura a la historia de amor traicionado que, al final, cuando ya parece imposible, acaba, al menos en parte, redimido. Es decir, Merino muestra el dibujo de la vida iluminada con sus pérdidas. Pérdidas que obedecen a pulsiones humanas (celos, desamor, venganza, duda) y a circunstancias azarosas. Porque azar es, por ejemplo, que Silvio nazca con su 'desdichada insuficiencia' quebrando así la frágil felicidad de la pareja. Desde esa circunstancia azarosa, el amor que se profesan es carcomido por una circunstancia imprevista (la discapacidad con la que nace Silvio) ensanchando el distanciamiento. Distanciamiento al que ayuda el tiempo, dios inmisericorde, que todo lo muda (desde el amor al desafecto y posterior renacimiento del cariño Daniel-Tere) y el laberinto inacabable de la existencia (divorcio, accidente, traiciones) como fondo a una historia humana repleta de situaciones que no se pueden ocultar, de imágenes que no se quieren ver, de realidades que no se quieren aceptar.
La novela lleva una inmensa carga de humanidad, de análisis sobre el comportamiento de las personas, de preguntas sobre la vida... mientras fluye la tristeza, se hace patente la ternura o se evidencia la feroz acritud de determinados hechos. José Mana Merino, con verbo pausado, va colando reflexiones junto a un goteo informativo, muy tejido, que ilumina y ensancha la historia. Son varias las reflexiones, suavemente situadas en la narración, que hablan de temas densos como la muerte, la ausencia, el dolor, el desvalimiento... o, por ejemplo, la evanescencia y fragilidad de eso que llamamos la felicidad («El tiempo feliz tiene una extensión muy visible en el país de la memoria, y además un clima muy propicio y una luz deliciosa, pero es evanescente, se desmorona apenas evocado, muy a menudo solo quedan de él esbozos fugitivos», p. 173). Y, sobre todo, asombra el tratamiento dado a Silvio al ahondar con inteligencia en la sabiduría de la inocencia, al saber adentrarse y captar en la ingenuidad de una persona con Síndrome de Down todo el poder de su lógica y la fuerza de su fantasía (observaciones y preguntas de sabio en la espontaneidad, ingenuidad y de Silvio en los diálogos con Daniel). En suma, una novela de viaje con muchos viajes y con muchas lecturas que analiza no sólo al protagonista-narrador, sino al 'otro' (Tere y demás mujeres) y al 'diferente' (Silvio), sin olvidar el entorno, tenga presencia objetiva y natural o, por el contrario, se esconda en los recovecos de la memoria y del tiempo.
(*) Publicada ASTORGA/RED/ACCIÓN, la revista Astorica del año XXX / 2013
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