sábado, 28 de mayo de 2022

 

Algunas palabras sobre Los muertos que llevan los vivos de Ramón Acín (Los libros del gato negro, 2022)

Ramón Acín es un narrador de personajes, hermético y cariñoso, un escritor que practica el extrañamiento, cocinero de densidad variable que entrega su corazón laminado en cada uno de sus libros. El 16 de noviembre de 2012 -o un día antes o un día más tarde, no lo sé-, escribí: «Me crucé con el señor Ramón Acín y le conté cómo la distancia del amor en esta región va de Monreal del Campo a Tamarite de Litera y él se ríe, como se ríe Ismael Grasa hablándome de un Andy Warhol caspolino mientras el rockero Rodolfo Notivol apuraba una cerveza». Entre Zaragoza y Huesca, entre Las Fuentes y Montemolín, entre la vida y la muerte, ahí convive el relato interior del esquivo protagonista de su última novela, un hombre que plantea su vivencia como una doble dimensión: persigue Zaragoza por el mundo mientras detesta ZgZ, la aséptica, la temporalmente indispuesta, la que solo existe en el recuerdo. ZgZ que inexorablemente degrada a sus habitantes, que los consume para sobrevivir como en una especie de maternidad vampírica, que deja a sus vástagos resecos.

Las fotos son de Pedro Popker

Unas palabras sobre Abrir la puerta, su anterior libro

El monólogo circular, del que se extraen pasado y presente, personajes y supervivientes, se mezcla con la búsqueda mundial, universal, de los restos de su ciudad, de mi ciudad, a través de sus miedos, de la catarsis familiar y parlante, de amistad y huesos mordisqueados. Padres que viven con apetito atrasado, las iniciales de esa ZgZ gusanera y que recuerdan a los amores perdidos de Miguel Labordeta y ocultan la risa jubilosa y bromista de Julio Antonio Gómez. Es una Cinta de Moebius, donde la ciudad se nombra pero carece de asideros donde identificarse con ella, donde hacerla propia, como una pared granítica que hay que escalar a ciegas, como una comida de digestión difícil: la familia es genética y maldición, amor incondicional, distancia cualitativa. El Tranvía 11, la médula de sus vidas. El viaje enseña, los muros líquidos se derrumban, las miles de antenas y grúas que se han extinguido, maquillando la ciudad, barrio y ciudad que duelen. La nostalgia no ayuda, es un combustible demasiado cargado de plomo. Pienso en mi padre, en los libros de Guillermo y los proscritos, «Aquel territorio de barbarie que se extendía entre las últimas esclusas del Canal Imperial de Aragón y los Montes de Torrero». Los restos de batallas perdidas, ¿existen las batallas victoriosas o en el momento de comenzar el enfrentamiento solo hay derrota?

Vampiros sedientos. La ocupación de Zgz por los fascistas. Es curioso, en este texto, que recuerdo a mi abuela, a su hermana, a su madre, que tuvieron que huir a Zaragoza después de que su padre, Guardia Civil, y su tío, sacerdote, se los llevaran «como corderos» en la noche del Bajo Aragón en los últimos días del julio de Caín. A veces uno es invasor sin saberlo u ocupa sin conocer a quién ha arrebatado su espacio. Pero este no es un libro de revisionismo, ni una reseña de memoria ajena. Es luz y es oscuridad, como todo en España, herederos que aborrecen el trabajo manual, como aquellos que habitaban «Las afueras» de Luis Goytisolo, que recordaban la arcadia feliz de los años de la República. Amigos que son humoradas, Carolina, voz de aguardiente, con canciones y urticaria, disparos en la noche, como Mina y la Vartan. Albalate del Arzobispo (miro en Google Maps la distancia hasta Alloza) y luego el palacio de Larrinaga, la boda inconclusa, el erotismo, Mogambo mal doblado, La Guerra de los Botones, aquel muchacho que prefería el pan para mojar el aceite de las sardinas, la huella sangrante del terror en el mundo de todos los padres. Mis padres y el caos, sus padres y la nada.

Descubrir en la ciudad fantasmas y duendes, vidrio y escapismo, la modernidad del silencio como forma de agobio. Huida y amparo, cuando las fábricas sobrevivían en el corazón de Zaragoza y su humo de química y sudor dejaba un sonajero agrio para el juego de los niños. El vacío se posiciona, como la escritura, entre la sangre y los amigos muertos. En aquellas balsas que todavía recorrían una ciudad que miraba con recelo la vacuna contra el tétanos, abrasada de penicilina en jeringuillas y lecherías con el producto aguado. La sangre y el lodo, los espumarajos: «La suciedad semanal de la pobreza». Refugio y paraíso de niños, como un resto de Lorca entre las heridas abiertas del vidrio entre niños de teta que buscan el abrigo de sus madres. Ramón Acín enfrenta al protagonista con sus amistades y, en un abanico irrenunciable, habla de casualidad y descarte, de máscaras y descanso, de cenizas de muerte esparcidas por toda la ciudad. Su ciudad, mi ciudad. Solo la renuncia a la posteridad de cal blanca con la línea del Tranvía, el acto de escribir como embrujo, las ilusiones pálidas de una época en la que parecía que todo podía cambiar.

«Cuando leo a Ramón Acín pienso en mi padre, en mi tío, en Javier Barreiro, todos maestros, todos con el color blanco del polvo de tiza en los dedos. Hijos del hambre. Tenía mi abuela un libro de Miguel Hernández en la memoria, una sensación ambigua por la paz social, friendo pescado con tomate y haciendo tortillas de patata de seis huevos. La paz del pan blanco, la de las novelas del oeste cambiadas en kiosko, la paz de las vacunas, la paz de los silencios, de la radio única, de todo lo único. Porque el silencio es un silencio de bombas y disparos y un silencio así permite dormir a tus hijos por la noche sin sobresaltos. Es silencio, al fin y al cabo, como una broma oficialista, con la censura de los cuentos para proporcional un final sin escándalos. Esa era mi abuela y la recuerdo con amor».

Como Zgz de fe y éxodo salvaje, sigo pensando en mi ciudad, quizá no sea este el mejor lugar, pero esto no es una reseña al uso, es una carta abierta a Ramón y a su ciudad, a nuestra ciudad. En cualquier obra, en cualquier palabra yo me vuelco en sus calles, sabiéndolas mutantes por las esquinas, pero impenetrables en sus intenciones. Las mismas raíces, la estupidez es humana, las listas las carga el diablo. Mi padre y su madre, la madre de Ramón, la que entendió el presente cuando ya era futuro, sin abandonar la resistencia, el día a día.

«Su madre es el kilómetro cero del barrio. Origen de la Zaragoza de mármol, sin marcas de cantero, la ZgZ granítica y solemne en la conservación de todas sus tradiciones».

Leer la leyenda de Santo Dominguito de Val, engrandecer la tradición, todo eso se rompe, porque la ruptura es inevitable cuando algo es demasiado rígido. El tío-abuelo Arsenio o el autor o su personaje, escapando por una fisura sin pez. En esta historia, en una variación de cobardes personalismos me encuentro sumido en una duda completa, ¿Cuál es mi condición? ¿hice bien huyendo? ¿encajé de manera adecuada todas las formas de mi vida? Mi hijo nunca conocerá la ciudad que yo amé… pero su felicidad es completa. No hay respuesta en las páginas del libro, solo sugerencias, como en las grandes narraciones.

Con el final llega Ella, con mayúsculas, ¿identificamos la ciudad con el amor perdido? Ella, Biblia de anticuario, mujer de librería de lance, tú la odias. Ahí llega la transitividad de la idea, la identificación entre Ella y ZgZ. Entre acto y vida. La charca estanca, donde se ahogaron inocentes, en su inmutabilidad actual también se atrapa el inefable olor de la podredumbre. «Retornar a tu ciudad y comprobar que ya no es tu ciudad duele, les confesaba». Zgz como único amor posible y real, amor no correspondido, como todos los amores auténticos. El libro se despereza hacia el final, acelerando, borboteante, entre las puertas desaparecidas el ahora es cuando la dualidad aparece: dentro y fuera, arrabales y centro, mayúsculas e iniciales, seudónimos y motes, lugares indeterminados, urbes sin dirección, intemporal o atemporal, todo es ZgZ.

«Una sola idea, un laberinto sin esquinas, duro como el grafito envejecido millones de años que no permite ni una sola marca para poder volver atrás. Un laberinto monótono que te atrapa en la locura del aburrimiento, y yo, en la distancia que tanto lo extraño, la extraño, me asfixio, me exprimo en cada palabra para volver a ella, a mi ciudad, a su ciudad».

¿Es un final inconcluso? Se puede terminar sin concluir, porque la muerte nos da la oportunidad de volver al comienzo, ¿será la tía Claudia la verdadera ciudad? Avatar y encarnación, ciudad que irradia en sus cadáveres un arrebato de satisfacción, que nos confiesa algo sin decirlo. Ramón Acín, en una intensa declaración de principios, en un monólogo interior construido con mimo, demuestra su carisma como narrador, atendiendo a la nebulosa parcial de su pasado, las que cubren el pelo de las esculturas, de la ciudad afónica, de ducados y respiración cansada

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