miércoles, 3 de junio de 2020

UN ANDAR QUE NO CESA, Leído por AURELIO LOURERIRO (Revista EPÍCURO)

RAMÓN ACÍN VIAJAR PARA VIVIR Y vivir para escriturar lo viajado

Nos consta que el viaje que no se relata se desvanece. La forma de contarlo depende del propio viaje y de la voluntad del viajero.
Ramón Acín, escritor, viajero y buscador de piedras nuevas en el camino, nos enseña a reflexionar sobre el sentido del viaje a la vez que nos muestra nuevos lugares ya conocidos.
Dice el autor de Un andar que no cesa −libro editado por Fórcola que sirve de percha periodística para presentar en Epicuro a un escritor, profesor e insobornable promotor de la lectura y el viaje− que el viaje se hace para regresar. Los motivos del viaje son muy diversos, así como su contextura y su finalidad más allá de la premisa aceptada. Nada que objetar: viajar para volver.
No obstante, este andariego profesor de viajes e historias bien documentadas por la imaginación nos invita a mirar de soslayo un motivo distinto, casi secreto, que escapa quizá a la propia concepción del viaje en sus más variadas y sofisticadas manifestaciones, pero que anida en la misma esencia del viaje. Viajar para no regresar; el viajero que nunca vuelve al punto de partida, ese viajero cuya figura se acerca a la del viajero errante, pero no hasta el punto de confundirse con él. La voluntad del errante y la del que no regresa no puede ser más dispar.
Tú sabes, querido Ramón −aunque lo digas soto voce  y entre certeras interpretaciones de los viajes que han sido y serán, los que pertenecen a tu memoria y los que permanecerán en los papeles de la literatura que tan bien se reflejan en tus palabras− que la gran paradoja del viaje y, por lo tanto, elemental, querido viajero, es que tal vez se viaje con la intención de regresar pero también con la tentación de no hacerlo nunca. El viajero nunca regresará a su casa porque su casa es el camino, los pasos que siempre llevan a otra parte, a otro lugar del que pronto partirá y así sucesivamente; y esto vale tanto para viajeros accidentales, turistas y errantes que buscan desesperadamente hallar su lugar de regreso en cada lugar que visitan sin hallarlo nunca.
El viajero accidental encontrará a cada paso lo que busca con esmero y hasta descubrirá con sorpresa que los misterios que se intuyen existen para que alguien los desvele, por más que anteriormente ya hayan sido develados; los misterios lo son porque siempre se renuevan y son capaces de alimentar un sinfín de tentaciones para cada viajero, sin moverse de su sitio, sin perder su identidad de misterios prestos a ser interpretados.
El turista regresa, pero lo hace en las fotos que ha tomado al socaire de la develación que cada instante del viaje, en grupo o en solitario, le proporciona y que enseña a los amigos para refrendar que ha estado allí y que ha rozado los misterios de los lugares que ha visitado y que tiene pruebas de su compromiso con esos lugares. Su nueva casa son esas fotos que muestra con orgullo y que se renovarán en temporadas futuras cuando, sin remisión, visitará otros lugares, otros misterios y adquirirá otros compromisos, como en una mudanza continua de imágenes.
El viajero errante no regresará nunca, precisamente porque pensará que cada nuevo lugar que visita es el punto de partida, el sitio donde quedarse; su error consiste en pensar que no hay nada más allá pero que tiene que comprobarlo y el error es pieza fundamental del viaje, su motivo es la huida hacia ninguna parte, el germen de su viaje cada paso que da, el regreso significa seguir adelante, no quedarse quieto.
El viajero que no regresa no lo hace porque en ello le vaya la vida o porque huya –a veces no basta con escapar de uno mismo para que te tomen por un huido−, sino porque la vida le lleva a eso, al viaje que no tiene vuelta atrás; el regreso es seguir adelante sin más contemplaciones; el horizonte se mueve y, éste sí, hace prisioneros. Dichosa maldición la del que cae en las garras del viaje o de la literatura –secuestrado con síndrome de Estocolmo−, tan imbricados que, en muchas ocasiones, confunden los buenos presagios con los designios inevitables. Ambos, viajero y literato −buscador de realidades escondidas y aventador de ficciones invisibles, respectivamente−, han de tener muy claro que el regreso es imposible; nunca hay nada al otro lado del horizonte. No es ningún secreto. El viaje tiene un fuerte componente de locura, por más que brille la sensatez del viajero. Además, ya sabemos lo que produce un exceso de razón.
Viajar para relatar lo viajado −amigo Acín, tú dices “escriturar”, consciente de que el que registra el viaje (el que lo escritura), es fundamental porque, en cierto modo, es un biógrafo de sí mismo y al mismo tiempo de su viaje interior, del que tampoco se puede escapar−, vivir viajando para contarlo, es la gran propuesta que mueve al viajero. Tú lo has dicho, todo lo que se es queda al margen cuando se hacen las maletas. Nunca sabremos si es la literatura la que está al servicio del viaje o viceversa. Tanto da, no es cuestión de prioridades. Todo va en la misma mochila. El viaje es insustancial sin su relato y la literatura es, en su propia concepción prístina, un viaje sin horizonte; la panacea del viajero errante o del que no puede regresar.
Confundidos escritor y viajero, suspendidos ambos en  las postales de la memoria que siempre vuelven aunque esquive el punto de partida –el viajero nunca será el mismo−, el resultado es un libro como Un andar que no cesa, que seduce por lo que muestra y por lo que sugiere. Un libro, admirado Ramón, que si hay que hacer caso a Sándor Márai, es un buen libro porque ofrece respuestas. El viaje, cualquiera que sea, ofrece respuestas. El prologuista de lujo que has elegido, Julio Llamazares, viajero impenitente, ofrece respuestas. ¿Qué más se puede pedir? Un regalo que los lectores de Epicuro agradecemos.

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