Ramón Acín Fanlo, caminar con los pies y la imaginación
Ricardo
Llodosa.*
En
el bello prólogo que antecede a ‘Un andar que no cesa’, Julio
Llamazares afirma
que viajar a través de los libros nos procura las mismas o parecidas
emociones que el viaje de verdad, pero sin las inconveniencias de
éste. “Viajar es ante todo encontrar y encontrarse” –afirma el
escritor leonés-. Y esa es, precisamente, la sensación que nos
queda tras leer la última obra de Ramón
Acín.
Yo, que he tenido el placer de conocerlo, encuentro en el libro la
misma placidez, la misma hospitalidad que experimento al hablar con
el autor. No me cuesta nada convertirme en el protagonista del
relato, cual si de novela se tratara, y caminar con él por Sicilia,
El Véneto, Bélgica, Egipto, Normandía y Aragón sin las molestias
del camino.
El
andar de Acín es detallista, como demuestra desde el primero de sus
recorridos por cada rincón de Sicilia, acompañado de los libros de
autores locales como Federico da Roberto, Giovanni Verga o Elio
Vittorini, con cuyas páginas se identifica “cuando siente la
embriaguez del comienzo de ese viaje a lo desconocido, cuando se
conmociona ante lo observado durante el viaje o por la melancolía
ante su fin”.
En
El Véneto, contempla el lago de Garda desde Sirmione cuando se ha
levantado la neblina y pasan los transbordadores, con las moles
nevadas de los Alpes en la lejanía, y con el verdor de las viñas
que escalan las laderas de los montes. Más tarde vendrán Verona,
Vicenza; Padua, en cuya capilla Scrovegni puede admirar la Vida de
Jesús de Giotto. Hasta llegar a la inefable Venecia, la Venecia de
las mil caras, donde se acuerda del ‘Otelo’ de Shakespeare;
del Casanova cinematográfico de Lars Von Trier o de ‘Muerte en
Venecia’ de Visconti. Todo en las páginas de este capítulo es un
festival de los sentidos.Frente a la pax veneciana, la inseguridad se
adueña del viajero al llegar a otra cultura que le transmite una
sensación de temor al penetrar en África a través de Egipto. Al
orientalismo hedonista del pasado, se contrapone la realidad actual
de la miseria o el terrorismo islamista, que inquieta a quienes
viajan a la orilla del Nilo. Pero la inquietud apenas dura,
pues Acín se
adentra en El Cairo, ciudad de veinte millones de almas, y olvida
todos sus prejuicios.
A
continuación, comienza la segunda parte de la obra, donde se da
cuenta de periplos en busca de escenarios bélicos: esos lugares hoy
vacíos que, en sus silencios, conservan los ecos de la tragedia,
siendo el primero el camino entre Santa Elena y el puerto de Monrepós
en la provincia de Huesca. Mientras recorre el camino, Ramón Acín
va recordando en medio del silencio a los protagonistas de la Guerra
Civil Española, también los luctuosos hechos ligados a tantos
lugares que ya no existen. Es un proceso de reconstruir a través de
la memoria y un trabajo minucioso de documentación que despliega
igualmente en el segundo capítulo de esta parte dedicado a Normandía
en la Segunda Guerra Mundial.
Coincido
con el prologuista en que quizá la parte más personal y poética
del libro sea la que sigue: ‘Ciudades de papel’, un viaje por los
pueblos deshabitados: pueblos amortados, como se les llama en Aragón,
cuyos cementerios, con lápidas levantadas y devoradas por las
hierbas, recorre el viajero sin alardes románticos, metaforizando el
abandono del medio rural, cuyo reverso literario analiza a través de
las obras de coetáneos como Julio Llamazares, Jesús
Moncada o
José Giménez Corbatón, en cuyas novelas y cuentos se refleja
magistralmente el fenómeno de la despoblación del mundo rural de
los montes de León, el Pirineo, Mequinenza o
el Maestrazgo.
Sigue
el andar de Ramón
Acín por
los lugares de Aragón vinculados a Goya, itinerario que me resulta
especialmente atractivo por lo inagotable del personaje y por la
metaforización del paisaje que obra el escritor, descubriendo al
pintor en enclaves deshabitados, en lugares por los que a nadie se le
ocurriría pasar de los alrededores de Zaragoza, de la propia
Zaragoza o del camino hacia Madrid. La voz de Acín logra
singularizar esos lugares y dotarlos de un atractivo ignoto.
No
podía faltar, como colofón a este andar que no cesa, la comarca del
Somontano que tanto ama y tan bien conoce el autor. El recorrido
geográfico, humano y literario por lugares como Barbastro y Alquézar
destila tanta pasión como el de las rutas goyescas. Hasta tal punto
que, contrariando a Julio Llamazares, antes que seguir leyendo, uno
termina por desear los inconvenientes del viaje real y partir rumbo
al Somontano, a Monrepós, a Fuendetodos y a tantos otros lugares
siguiendo los pasos de Ramón Acín.
‘Un
andar que no cesa’. Ramón
Acín. Prólogo de Julio Llamazares. Fórcola ediciones. Madrid,
2020. 307 páginas.
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