LITERATURA. CUENTOS CONTRA EL VIRUS 19
'Sucedió', un relato familiar de Ramón Acín
El
escritor y profesor, coordinador durante años de 'Invitación a la
lectura', explora el mundo de las relaciones humanas y la vecindad de
la muerte.
A
la Muerte
A
la muerte de mi madre no quise fisgar en armarios y cajones. Ni
siquiera en el pequeño joyero de piel que le regalé un cumpleaños
y que sustituyó a la caja metálica de dulce de membrillo (‘Rafael
Estrada’. Puente Genil, recuerdo que denunciaba su tapa) de cuando
yo aún era niño. Tampoco quise saber si aún guardaba la caja de
mazapán (‘Confitería Casado’, Toledo) donde acumulaba, como una
fortuna, fotografías de ancestros familiares. Sin duda, ambas
seguían donde siempre ella las tuvo, ocultas al fondo de la alacena
del comedor.
En
realidad, no sé la causa de esa dejadez y falta interés míos ante
los objetos residuales de mi madre. Pero, al morir, me pareció que
lo correcto era no alterar su quietud de sombras y preservarlas a la
curiosidad de miradas ajenas, aunque fueran de la familia. Curiosear
y hurgar me hacía sentir obsceno. Además aquel pasado me escocía,
porque, a su manera, seguía vivo en las cajas que, durante la
infancia, me atrajeron imanes. No quise saber y las abandoné como
abandoné otras pertenencias maternas. Despidiéndome con un adiós
mudo y furtivo para no volver a verlas jamás. Olvido al olvido. Las
abandoné como había abandonado a mi madre a la boca del crematorio.
Ceniza a la ceniza. Puente de plata y a bregar en la vida, me dije
para aliviar el acre sabor de la desdicha y sazonar el dolor de la
ausencia materna. Después, entregué las llaves a la inmobiliaria y,
al abandonar la ciudad, por si fuera necesario, dí copia a mis
sobrinos, más como una carga del tío jeta que se las pira que como
instrucción para amparar la venta del inmueble.
El
tiempo todo lo puede y todo lo guarda. Y ese todo aflora cuando menos
se espera. Mis sobrinos, en el hospital, mientras me quejaba de las
sábanas, han soltado la bomba. Y su potente explosión me ha
enquistado el desasosiego en poro, reviviendo el pasado con escozor.
Inconscientes, mis sobrinos han ponderado las sábanas en las que mi
madre bordó con primor mis iniciales. Sábanas que habían sido su
regalo de bodas y a las que ella dio el mismo destino en mi fallido
enlace. Su padre las había comprado en un viaje a Francia y, para la
familia, valían un potosí. Algodón tupido y puro, del que no
existe, comenta mi sobrina. Y con tus iniciales en hilo de oro,
remacha mi sobrino. Ausente, mi mente viaja al pasado acunado por la
pesadumbre, tiñendo de negro la infancia y adolescencia mientras
bogo por sus recovecos sin timón ni rumbo. Vértigo de lo evaporado.
Un sentimiento de vacío total se desboca exprimiendo mis carnes como
limón maduro. La vida era eso, pasar. Y lo nefasto es no ser
consciente, vivir en la superficie, amorrarse a la rutina y nadar en
el necio egoísmo sin apego a nada. Les hemos dado uso. La abuela
Pilar, seguro, que estaría contenta, comenta mi sobrino sacándome
del hondón.
Seguro,
cierra mi sobrina, sobre todo porque, cuando nació la niña,
sirvieron para su cuna. Algodón puro. Y ahora tío, mire por donde,
le sirven a usted. Me palpo la cara recubierta por las máscara que
me protege del contagio. Cierro los ojos y veo el crematorio
tragándose el ataúd y, entre lágrimas, las cajas que, contra
natura,reconstruyen casa, armarios, cajones, sábanas de algodón y
la cara siempre sonriente de mi madre.
Fuego al fuego.
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