martes, 31 de marzo de 2020
Impresiones viajeras
Viajar
es trasladarse. Pero viajar no significa siempre desplazarse. Eso lo
saben todos los grandes lectores. El viaje empieza también en una
biblioteca, en una librería o en la estantería del salón de una
casa. Los libros, como los viajes, son una experiencia que nos
conecta con todo. Encontramos en su seno esa suerte de acudir a sus
páginas, a los atlas, a los textos que, de cerca o de lejos,
contribuyen al planteamiento, a la realización y a la singularidad
de elegir un destino. Todos los rincones de una buena biblioteca
ofrecen la posibilidad de conducirnos a un sitio predilecto o a un
lugar insólito, a una aventura. Toda lectura actúa como rito
iniciático. Por eso, todo libro de viajes vela y desvela una
reminiscencia.
Uno
mismo, nos dice Michel Onfray, es el gran asunto del
viaje. Y hemos de dar crédito a esa afirmación y tenerla muy en
cuenta puesto que cualquier trayecto viajero coincide siempre, en
secreto, con búsquedas iniciáticas que ponen en juego la propia
identidad. El viaje supone una experimentación sobre uno mismo. A
su vez, viajar es un desafío que conduce inexorablemente hacia la
propia subjetividad. En cada periplo, al igual que en cada lectura,
uno acaba siempre por encontrarse frente a sí mismo. Tanto viajar,
como leer, son siempre un trayecto, y no es casual que los libros
tengan esa forma de maleta que hablaba el escritor ruso Dovlátov.
Julio
Llamazares en el prólogo de Un andar que no
cesa (Fórcola2020), el nuevo libro del escritor y
crítico literario Ramón Acín (Piedrafita de
Jaca, Huesca, 1952) comparte esa manera de entender el sentido de
viajar y su correlación con la lectura ciñiéndose a las palabras
que el propio autor expresa en sus notas de viaje: “viajar es ante
todo encontrar y encontrarse, informarse, cartografíar, absorber,
meditar, comprender y contar”. Añade Llamazares que Acín,
como gran viajero “que lee y viaja a la vez”, también ha hecho
de los libros su principal baluarte, instrumento y guía de
conocimiento del mundo.
En Un
andar que no cesa se edifica un tránsito viajero, una
autobiografía, desde el cimiento de contar la experiencia de un
escritor que reúne un conjunto de textos para conformar un relato
propio en el que se impone el sentido de reflejar un crónica donde
verter los asombros encontrados por los lugares visitados en sus
diferentes expediciones viajeras. La vida del viajero, se deduce del
texto, consiste precisamente en ese paso del tiempo experimentado,
en el cambio, en la alteración que provoca todo trayecto. Lo que
hay en este libro no es solo una historia personal, sino, además,
un reflejo del significado de lo que decía Paul Theroux y
que dentro del mismo se cita: “El viaje sólo tiene glamour cuando
se lo mira con retrospectiva”.
En
esa retrospectiva se hace notar la mayoría de los destinos que
transcurren por el libro, cada uno con su tono pasional y revelador.
Todos ellos, con inusitado interés e impacto personal, quedan
descritos en un extenso vagar por Sicilia, Egipto, Bélgica o
Normandía. También aparecen otros emplazamientos vívidos del
interior de España, marcados por la Guerra Civil, así como un
relato paisajístico y minucioso de la obra artística de Goya por
Aragón. En otro capítulo, el autor toca la memoria y huellas de
los libros para fijar su mirada en el paisaje y sus mil caras. Pero
en todo su periplo, lo que trasciende de la lectura es, sobre todo,
un sentir explícito que el autor esclarece por medio de una de sus
frases más felices: “Si la vida es viajar, los viajes son su
aliento”.
Para Ramón
Acín, viajar es dialogar con uno mismo ante espacios, gente,
lugares y la propia historia. Este es un libro que se deja leer
gratamente porque contiene esa salsa picante que tanto gusta al
lector curioso de redescubrir ciudades, detalles históricos y, al
propio tiempo, perspectivas particulares, a través de la mirada e
impresiones de alguien propenso al asombro. Es la voz del viajero
quien propone andar con los ojos bien abiertos, y lo hace con las
palabras justas y necesarias para acompañarlo en sus hallazgos por
los distintos emplazamientos y recorridos que aquí se hacen notar.
La
literatura siempre es una cuestión de punto de vista. Por eso todos
los libros tienen su peripecia y su historia que contar. Pero la de
este, además, no deja de ser especial y recóndita. Aquí sobresale
la crónica sentimental y, también, la conciencia histórica para
constatar que el pasado tiene voz y significados. El autor del libro
recuerda ese aspecto en sus andanzas como viajero para rastrear el
pasado y prestar atención a las historias de los viejos habitantes
de cada lugar, además de disfrutar del encanto de lo que se
conserva y permanece en el mismo.
Un
andar que no cesa recoge ese cómputo de significados y
ese espíritu de discernir lo que todo viaje, como la vida, propone:
enfrentarse a lo desconocido, conocerlo y comprenderlo a la vez que
ensanchar la experiencia personal de quien lo acomete. Ramón
Acín firma un cuaderno de viajes fecundo y perspicaz, con
el propósito de contarnos una travesía personal emotiva por los
paisajes y el tiempo, un libro hecho de nombres, impresiones,
vislumbres y memoria. Y nos viene bien, más aún, en un momento
como este en el que evadirnos es justo lo que más necesitamos.
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