jueves, 21 de junio de 2018

ORDESA, de Manuel VILAS


ORDESA Y SUS CATARATAS (*)
por Ramón Acín

No entendí la vida”es una de las primeras frases sustanciales de Ordesa, la última gran novela de Manuel Vilas. Frase que, en la página siguiente se complementa con otra, también muy explicativa: “sólo escribiendo podía dar salida a los mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicación, de lo que somos”. Ambas las pronuncia el narrador tras “el desvanecimiento general de las cosas”. Desde el inicio, el narrador o confidente avisa que persigue la explicación de un enigma, que busca indagar en lo misterioso y lo azaroso que rodean su vida, y que, por tanto, ahí está, precisamente, la raíz de la pulsión creativa que da origen y sostiene la novela. Pero, pese a esta confidencia íntima (o aviso), en apariencia tan aclaratoria, la novela se interna, a cada nueva frase, por multitud de inesperados caminos, llenos de interrogantes, a veces veces sin remate concreto a conciencia, incitando así a la reflexión personal del lector. En consecuencia, al leer Ordesa, debemos estar prevenidos, y, por supuesto, atentos a casi todo cuanto el narrador, en múltipes direcciones, va indagando y exponiendo.

¿Qué es Ordesa, qué pretende, qué indaga, qué contiene...? La respuesta a tanto interrogante es compleja. Lo sencillo sería afirmar que es una novela que abarca la totalidad de la vida, pues, trata tanto del ser humano en su totalidad, como qué, dónde, cómo o por qué se acciona la vida de ese ser humano. Es decir que, al tiempo que en el plano general de la narración es una crónica íntima (o una crónica de orfandad emotiva y dolorosa) y una crónica de la clase media en un espacio y un tiempo concretos (desde los años 60 del siglo XX hasta hoy día, a través de la desgarradora fotografía familiar de dos generaciones como mínimo), es también una búsqueda múltiple de lo esencial del ser humano, desde el desarraigo familiar a la celebración de la vida, desde el dolor y la muerte al amor y la paternidad, entre otros muchos aspectos.
Ordesa arranca con el doloroso impacto que supone la pérdida física y referencial de la madre (2014), cuya muerte se asienta y se suma a la muerte del padre acaecida una década antes. A partir de ese momento, a golpe de recuerdos fragmentarios y azarosos, se bucea en la Historia y en el pasado, tanto en la íntimidad como en la colectividad, porque somos sólo memoria (un buceo no con el fin de “enjuiciar lo que pasó, sino narrarlo o decirlo” como muy bien apuntilla el narrador). Se recorren paisajes íntimos que sirven de acomodo a acontecimientos (la fisicidad de Barbastro o Zaragoza) o son metafóricos (la imutabilidad aparente de las montañas de Ordesa). Se indaga en la problemática de la trascendencia lejana (ancestros) y próxima o futura (hijos), y en la familia como institución y como relación interpersonal, además de la importancia y de las consecuencias que conlleva el silencio o el callar el pasado familiar. Se interroga ante el dolor de la ausencia y de la desaparición desde el desamparo, sin obviar el amor que asimismo destilan esa ausencia y desaparición. Se hurga en el tiempo y su capacidad destructiva. O, entre otras varias perspectivas más, se intenta encontrar la identidad de lo que somos y porque somos de una u otra manera en el oscuro túnel de la existencia.
Junto a todo ello, todavía se pueden encontrar otros aspectos de interés. Por ejemplo, la visión que el narrador expone acerca de la misma literatura y no sólo como una fértil vía para leer y entender el mundo, sino, incluso, como modelo de escritura (Ordesa actúa como la madalena de Proust) o como acertado escape humorístico frente a la enorme transcendencia del resto de los temas con los que se edifica la novela (remito a los comentarios acerca de las frases que analizaba el narrador ante sus alumnos o a anécdotas como la del Coliflor). Y todo visto en amarillo, el color de la locura y de la muerte cuando se escruta la vida y se va en busca de la verdad. En suma, Ordesa es el deseo, confesado por el narrador, de encontrar sentido a todo el amasijo de aspectos vitales que nos conforman y de encontrar la verdad que los sostiene. También, por lógica, de encontrarse uno mismo y de comprenderse, sabiendo que la vida “está vacía, muy vacía de si misma”.

Como resultado: una novela total y, como tal, con un andamiaje capaz de aunar todos los géneros literarios existentes en pos de en una misma finalidad y sin necesiadad de delimitar sus fronteras. Una novela que convierte lo cotidiano más allá de novelable, porque hasta la rutina adquiere, por su capacidad explicativa, una condición épica. Lo cotidiano en Ordesa puede devenir en grandioso, ser incluso grandioso, porque puede llegar a contener la esencialidad y la transcendencia (remito, por ejemplo, a esa maravillosa capacidad expresiva y explicativa que poseen los objetos en la novela: los coches, electrodomésticos, los pisos, la bañera, las cremas...). Y, por supuesto, una novela catártica, tanto para Manuel Vilas, como autor que hace descargo de conciencia (tal vez la culpa también sea otro de los motores que acciona la creación, al lado de la necesidad de saber), como para el lector en su más que probable identificación. Ordesa traduce la vida y la traduce nos sólo en lo íntimo, vivencial y social, también en lo que no existió o pudo ser. Por eso, creo que Ordesa es la obra que culmina la ya fecunda trayectoria del autor (hay mucha intertextualidad en la obra de Manuel Vilas y Ordesa, sin duda, es el mejor exponente, y no sólo por la visible complementación entre prosa y el ramillete de poesías, tan explicativas, que cierran el grueso círculo temático y vital expuesto en la novela) mostrando la profundidad reflexiva y la prodigiosa maquinaria narrativa mediante una escritura que lo tiene todo: desgarro, confesionalidad, emoción, dolor, impacto, meditación... junto a una acertada brevedad. Una escritura que, además, casi siempre aboca al disparo a bocajarro y directo al corazón. No obstante, frente a tanta seriedad, la maestría de Vilas también posibilita la presencia del humor gracias a anécdotas y a golpes de efecto que aminoran la crudeza del texto. Un crudeza que está ahí, junto a nosotros, dentro de nosotros y que es nuestra para siempre.
Manuel Vilas. Ordesa. Madrid, Alfagura, 387 pp.
(*) Revista Turia, nº 127. Junio/octubre, 2018.

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