lunes, 4 de diciembre de 2017

Una lectura sobre VICISITUDES de LUIS MATEO DIEZ

LA VIDA Y SUS VICISITUDES (*)
 POR Ramón Acín
Con cada novela o relato de Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) el lector literario, además de encontrar asideros conocidos que impiden su aturdimiento o el extravío, siempre se topa con novedades cargadas de atracción, jamás exentas de interés. Es el caso de su última entrega Vicisitudes, una obra, tan gratificante como densa, que comulga de la esencia de la novela, del relato corto e, incluso en ocasiones, hasta del micro-relato. Sus ochenta y cinco capítulos -o relatos- compositivos, lo demuestran. Pues, separados unos de otros forman un mundo propio, cerrado y explicativo, pero en conjunto, unidos todos ellos, dan entidad de novela. Es portentoso el uso de la fragmentación en ambas direcciones: Vicisitudes no pierde fuerza en la individualidad que se retrata en cada capítulo y, a la vez, consigue consistencia a la hora de retratar el conjunto. Un conjunto que, aparentemente, parece hablarnos de un mundo ambiguo, tocado por lo fantasmal, pero que, sin embargo, acaba siendo no sólo verosimil, sino real y, sobre todo, lleno de nitidez.

Para comenzar, Vicisitudes es una obra que se asienta, como mínimo, en puntales espaciales muy reconocibles para el lector que, como ya es habitual en el escritor leonés, propician siempre un ahondamiento en el ser humano. Y así, aunque cada capítulo -o relato, como ya se ha dicho-, narre una historia en principio individual -da igual masculina que femenina-, su continua tedencia a la acumulación ofrece una resultante clara al edificar la visión de una colectividad plural que, por añadidura, habita espacios y atmósferas coenxionadas y hasta comunes. La clave de este logro: la itineración, al compás de cada historia, por espacios ya revelados en anteriores entregas por Luis Mateo Díez y transitados por sus lectores. Es el caso de Armenta, Celeste, Balboa, Ordial, Borela, Solba, Castro, Balbar y demás emplazamientos neurálgicos de su bien trabada Celama literaria y, en concreto, siempre epicentros sobre los que Luis Mateo Díez ha buscado desentrañar la condición y el comportamiento morales del ser humano.


Vicisitudes -parco y acertado título, al igual que todos cuantos, con su escueta sencillez, dan pie a los capítulos o relatos- habla específicamente de la condicón humana, enumerando situaciones de vida a través de atmósferas neblinosas que sacan a la luz la endeblez de las personas. Son siempre situaciones en las que unos seres normales, comunes o cotidianos se ven abocados a proseguir y persistir en su existencia, intuyendo la desgracia o la anomalía que se les viene encima. Su condición de indecisos, en permanente desasosiego o, incluso, atacados por la duda momentánea al albur de las circunstancias, ayudan a ello. Y, por tanto, ambos, situaciones y personajes, poseen la cabal finalidad de encaminar al lector, de manera directa, hacia la reflexión. Una reflexión o un reparar permanente en aspectos varios como la enemistad, la ambición, la mentira, la lujuría, la cobardía, etc. que, a la postre, son los pilares que acaban configurando el carácter y conducta de los humanos y sus variadas maneras de manifestarse.

Espacios domésticos como bares, iglesias, estaciones, parques, fondas... junto a estados de soltería, de viudedaz, de orfandad, de vejez, de ruptura, de aislamiento, de enamoramiento... encarnados por jubilados, curas, funcionarios, viajantes, jóvenes, novios, matrimonios, entre otras muchos protagonistas más, dan idea clara de todo cuanto el lector puede encontrar en estos fragmentos historiados que, como las piezas de enorme puzzle, construyen la dimensión certera de la vida que se encierra Vicisitudes. Un vida, por supuesto plural y en continuo acaecer que habita en la íntimidad y en las aglomeraciones, en las relaciones familiares, en las conexiones de amistad, en los lazos amorosos, en la riñas y en los reencuentros, en la inseguridad de la infancia... o donde menos se espera el lector. Una vida en la que, lógicamente, abundan las dudas, las esperanzas, los miedos, los sinsabores, las derrotas, los fracasos, las quimeras, la fuerza de lo efímero, la angustia..., siempre en un mestizaje que atrapa y mueve. Es decir, la lectura de Vicisitudes invita a mirar la vida de frente, a reparar en el detalle, a sentir el roce áspero de su oscuridad, a entrever un futuro repleto de extravíos, a indagar en lo desconocido..., porque, cada fragmento o capítulo, ubicado en un momento concreto del destino y la existencia de los variados personajes que transitan por la obra, acaba siendo como un picotazo que tensa la atención y empuja al delirio de permanecer y proseguir en la lectura. No importa que el espacio sea imaginario para el lector, porque la vida se reconoce y toma fuerza. Con toda su intesidad. Por lo que, tras la extrañeza inicial, la captación o la sensación de ir más allá de lo narrado acaban presidiendo toda el libro que ofrece una lectura amena al tiempo que exigente, como debería ser siempre lo habitual en la buena literatura.

La sugestión da la mano de la cavilación, la emoción al compás del sentimiento, la ensoñación pegada a la realidad... todo es posible en Vicisitudes que tampoco se olvida de aspectos claves como el humor o la ironía para acabar dibujando la forma de estar en el mundo de los seres humanos. Una forma de estar que indaga a fondo en los espacios insondables del alma mediante una prosa rica y sugerente, en la que la comparación y la metáfora poseen un empleo singular, capaz de extraer de las palabras matices no intuidos o abismales. Precisamente, por esa capacidad de Luis Mateo Díez a la hora de utilizar las palabras y de encontrar sus matices ocultos, Vicisitudes toma cuerpo de realidad veraz pese a trabajar escenas y sucesos donde la extravagancia, la ensoñación y la anécdota reinan. Por eso, es el maestro de la ambigüedad y de la sugerencia que, sin embargo, consigue delinear la realidad.
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(*) Revista TURIA, nº 124. Otoño, 1917.


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