lunes, 4 de septiembre de 2017

RELATO (Publicado en Heraldo de Aragón. 7-VIII-2016)

MEMORIA OCULTA
Ramón Acín

“Bombardean”, dijo de pronto y, acto seguido, con ligereza pese a su edad, se coló bajo la mesa y se dobló como un cuatro ocultando la cabeza entre las piernas. Luego se supo que ése era un impulso aprendido de niño, cuando los Savoias italianos atemorizaban a la ciudad, primero con sus rugidos y, después, con sus zambombazos.

Tal vez ese día de verano la sirena y su aullido sonasen con más fuerza frente a una costumbre de décadas. Pero nadie, salvo Él, reparó en el desajuste del desgarro que, siempre sobre las doce, servía para romper el silencio de la ciudad. Una aullido que carecía de función y que, desde la lejanía de 1937, seguía proyectándose desde la catedral con su misterio al no entender nadie la causa de su reiteración. Por si fuera poco, quienes podrían desentrañar el enigma del estrambótico aullido, hacía tiempo que criaban malvas.

Él siempre confesó haber vivido la guerra con la ansiedad y la fantasía de un niño. E hizo gala de que nada de aquella tragedia le había marcado. Más todavía: cuando evocaba sucesos, hermanaba épica y fantasía sin referir tragedias. Pero a partir del anómalo berrido de la sirena que, como un perro, acabó por mandarle bajo la mesa, todo fue diferente. El desequilibrio se alzó ante la familia y corrió por la ciudad. Su espantada, tan repentina como anormal, fue el anuncio de la debacle. La vejez incubaba la demencia senil. Y, a partir de entonces, el pasado comenzó a hacerse presente, rompiendo con la serenidad y el sosiego que le caracterizaron. Y, también fue el origen de una infamia, sin fantasía ni épicas, que fue en boca de todos, cubriendo de niebla sospechosa la ciudad entera.

Hasta entonces, nadie estuvo al tanto de lo sucedido dentro la casa en los años trágicos de la contienda. Fue Él, con su retorno al pasado, quien trajo la noticia y proyectó luz a tanta ocultación.

La verdad, a veces, tiene basamentos curiosos y aparece donde y cuando menos se le espera.

Él fue una celebridad y un intocable durante años. No por ejercer a lo largo de su vida de alcalde y diputado en Cortes, sino por su aplomo, buen criterio y saber estar. Además de admirado, supo hacerse querer. El permanente voto de sus vecinos son la prueba. En vida nadie rivalizó con Él. No porque su sombra fuera alargada o porque su fama, desde joven, traspasase fronteras. Pero, a sus setenta años, la guerra retornó a su cabeza, rescatando el tiempo arrugado del pasado y permitiendo un estallido que se expandió con fuerza.

La familia tiró de tapujos varios. Le sometió a una vigilancia perpetua y le obligo a padecer encierros curativos, cada vez más prolongados. Pero la angustia alcanzó en Él tal calibre que, salvo sedado, siempre consiguió burlar cerrojos y murallas, previo a un infausto arrastrase por la ciudad dando noticia de desgracias hasta entonces lacradas bajo siete llaves.

El día que, por ejemplo, confesó sus asesinatos y, en concreto, haber disparado cuatro balas, dibujando una cruz sobre el tórax de su tío y padrino, antes de rematarlo con un tiro en la cabeza, los vecinos comprendieron que decía la verdad. Su tío no había huido a Francia en tiempos de guerra como siempre afirmó la familia. Al contrario, estaba enterrado con ignominia en la bodega de la casa. Según Él así se ejecutó la justicia debida. Ésa que su padre, un inconmovible justiciero en aquellos tiempos de violencia, nunca tuvo arrestos para llevarla a cabo. Y aunque la locura jamás justifica ninguna muerte, Él confesó que se sentía satisfecho por lavar la afrenta materna. Una afrenta donde la belleza, al parecer, tuvo que ver con la deshonra. Y ésta con la muerte del tío a manos de un niño mordido tan sólo por el miedo a los Savoias durante los bombardeos.

Vivir acunado con el despropósito tiene sus consecuencias, porque los fantasmas resucitan siempre cuando uno menos se lo espera. Esquilmar la vida nunca resiste una clandestinidad perpetua. Las cicatrices siempre acaban por revelar el daño sufrido.


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