Cuando la
violencia se hace arte.(*)
Por Ramón Acín
Si la vida es viajar, los viajes son su
aliento. Poco importan la forma y sus fines, porque en todo viaje hay siempre
enseñanzas. Y no porque éste abra horizontes, elimine prejuicios y precipite
sentimientos, sino porque cualquier viaje conlleva un “antes” y un “después”.
Es decir, una maduración y un mejor conocimiento tras su realización. Incluso
de uno mismo.
Cuando hace más dos décadas comencé mi
novela Siempre quedará París (publicada
en 2005), su escritura, con la mirada atenta y el corazón supurante, me obligó
durante más de cinco años a recorrer la “cicatriz de Aragón”, esa línea de
trincheras, casamatas, fortines,
búnkers, refugios, vivacs... o, incluso, cementerios que, de norte a sur
durante la guerra civil del 36, partió en dos Aragón desde Biescas (Huesca),
hasta Sarrión (Teruel). Necesitaba comprender la violencia y su intolerancia
congénita que, además de empujar a los españoles a un pugilato fraticida y a la
muerte, suponía para los combatientes soportar increíbles condiciones de vida,
a veces inhumanas.
Aquel fue un
largo viaje bélico que, sumergido en el paisaje y azotado por inclemencias
temporales (en parte, emulando las sufridas por los combatientes; lluvia, sol
abrasador, viento, frío...), me hundió en la reflexión y me proporcionó cierta
comprensión. Un viaje salpicado con las hirientes evocaciones de algunos
protagonistas en la tragedia, que complementé con la meditación ante las
huellas observadas. Pues, toda guerra, tiempo después, continúa mostrándose
altiva no sólo con su memoria amarga, sino a través de rastros físicos. Rastros
que, al despojarse de su crueldad puntual, acaban convertidos en belleza o arte
que llegan a ser admirados, al tiempo
que dan fe de aspectos técnicos o de la ingeniería del hombre en un época
concreta. Remito, por ejemplo, al Fort du Portalet y a la Ciudadela de Jaca
que, a ambos lados de la frontera franco-española, ajenos a sus momentos
históricos, repletos de inquina entre naciones limítrofes y vecinas, hoy son
perfecto botón de cómo la guerra y su violencia se transmuta en admiración,
saber y arte.
.
“Somos nuestra memoria” apuntó Borges. Mantener esa memoria es la única fuerza que puede evitar la repetición del mal. Por ello, recorrer el paisaje que trae a mientes el epicentro de nuestra última contienda bélica, tan visible en Aragón, además del placer físico del viaje al aire libre, puede evitar el fracaso ante futuras violencias. Son muchos los vestigios existentes en esa “cicatriz de Aragón”. En su mayoría, olvidados. Otros, todavía con posibilidad de ser visitados: el cementerio republicano de La Guarguera, Monte Irazo (también llamado “ruta Orwell”) y San Simón en Alcubierre, Santa Quiteria entre Tardienta y Almudévar, Estrecho Quinto-Manicomio cerca de Quicena, Sierra Gorda en Fuendetodos, Punta Lobo en Belchite, Los Pilones en Rubielos de la Cérida o, entre otros, Barranco de la Hoz en Sarrión. Un viaje bélico que, además, tiene secuelas en la inmediata posguerra con la llamada “línea P”, levantada por Franco contra la posible invasión republicana una vez derrotados los nazis en París durante la II Guerra Mundial. Rastros muy visibles a lo largo del Pirineo y, en especial, en la cuenca alta del río Aragón (Rioseta, Canal Roya, Picauvé, Canfranc o Lierde en Villanúa) y la anegada cuenca del Gállego (carretera del Escalar, Pueyo de Jaca, Puente de Escarrilla, Santa Elena o Senegüé) y del Ara (Valle de Bujaruelo).
Memoria, enseñanza, arte, técnica y disfrute: Todo en un mismo paquete.
(*) Poblicado en Heraldo de Aragón (22 Agosto 2016)
Fotos: Natalia Acín
Fotos: Natalia Acín
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