lunes, 15 de julio de 2013

RECUERDO y ELEGÍA


A OJOS DEL LECTOR*
                                                                                                        Ramón Acín
Reposa Javier Tomeo en el camposanto de Quicena. Lo hace pegado a La Cobertera de su niñez, mirando fijamente, como le gustaba, hacia el amado castillo de Monteragón. Sin embargo, su figura de camionero afable o de inocente boxeador sigue (y seguirá) perfilándose. Con viva nitidez, además. Como si fuera otro de los muchos prodigios que él imaginó y que, después, con inequívoco magisterio, acabó legándonos. Sin duda: la rareza de la presencia permanente cuando la partida de uno ya es más que definitiva. Pero en el caso de Tomeo, no debería sorprenderme. Él, tan amante de lo absurdo y propenso a peregrinajes por los vericuetos de la imaginación, siempre estuvo capacitado para superar y sobrepasar el más extraño de los asombros que uno pueda abrigar. Por si fuera poco, es también lógico que los muchos años de ligazón y plática, en estancias y viajes compartidos, con coloquios monologueantes y tras el múltiple cruce de llamadas telefónicas (tan intempestivas como esperadas) den su merecido fruto. Y que, por tanto, Tomeo siga aún aquí, a mi lado, bonachón, respirando en medio del sonsonete de largas parrafadas, surgiendo desde el fondo de sus infinitos despistes o amerizando de pronto como elefante en cacharrería. Y, además, por si fuera poco, también más de cincuenta libros me observan.

Conocí a Tomeo en Barcelona, a inicio de los años 80, algunos meses después de la publicación de El castillo de la carta cifrada. Él trazaba ya caminos de asombro entre sus lectores, luego siempre fieles, mientras yo estrenaba el carril de la crítica literaria (Quimera, Andalán). Desde entonces, muchos Tomeos me acompañan. Unos al lado de otros, sin distingos. Por Barbastro, Barcelona, Zaragoza, Huesca, Madrid, Burgos, Ginebra, Burdeos… e, incluso, en el corazón mismo del Pirineo, lejos del tráfago de las letras. La mayoría de las veces, fueron (y son) Tomeos literarios o que tuvieron que ver con la Literatura. Sobre todo, fueron (y son) Tomeos que caminaron parejos a la andadura de sus estrambóticos, monstruosos, soñadores y alucinados personajes. Personajes que siempre, embarcados en sus delirios de vida, me llevaron a captar una realidad próxima, sin olvidar los más impensables atisbos humanos y sociales. Realidad, además, rescatada siempre bajo la superficie cotidiana o tras la apariencia cosificadora. Y, además, realidad rescatada con un sajante bisturí en las manos, nada menos, de un aficionado a la criminologia, seguidor de Freud y, sin saberlo, hijo de Kafka (“mejor parecerse a Kafka, aunque sea vagamente, que a otros escritores”, solía decirme), amén de emparentar con la sombra de Goya y la de Buñuel. Otras veces, menudearon Tomeos más familiares, donde la amistad podaba y quitaba la seriedad académica o los ropajes literarios para llegar a la hermandad pura y afectuosa (en mi casa, viajes al Teruel paterno, visitas a Bodegas Enate, paseos en el balneario de Panticosa,en Jaca… o por Huesca y sus alrededores, Quicena incluida).


Pero, para ser exactos del todo, casi todos estos Tomeos fueron argamasados por Juan K. de Amado monstruo. Este atribulado deforme soldó definitivamente nuestra inicial sintonía en común, que pronto acabó en amistad. Con Juan K. y sus seis dedos, Javier Tomeo apareció enérgico en mi vida y se quedó en ella para siempre. Y no sólo por el hecho de compartir los tres (Juan k. y Tomeo, más yo al volante) correrías por todo Aragón a lomos de “Invitación a la lectura” (qué pocos institutos  aragoneses adolecerán de su presencia), sino para alimentarme con sus muchos fantasmas que son ya parte de mi paisaje. A él dediqué uno de mis primeros prólogos literarios (El cazador), la tesis doctoral y bastantes artículos en revistas y libros conjuntos. También con él, quizás con la pretensión de diseccionarle en vivo y de cerca, viajé a congresos y universidades (Grenoble, Neuchâtel, por ejemplo). O asistí gozoso al éxito de los estrenos teatrales de sus novelas, por Alemania y Francia. O compartí salones del Liber, más de un jurado de premios literarios y Ferias del Libro españolas...  El viaje une y solidifica, y, aunque Javier prefiriese siempre el tren por pavor al avión al que, en varias ocasiones, me obligó mi trabajo, ambos compartimos vagón de tren como si fuéramos personajes de su Diálogo en re mayor (vió segunda edición en la colección “Crónicas del Alba” que dirigí para el Gobierno de Aragón). En el tren, en interminables paseos, en sobremesas casi de liturgia,… o en mi casa, nos embarcamos en las mismas reflexiones en las que se hundían bastantes de sus protogonistas, siempre escépticos, raros y tocados por la infelicidad. Como ellos observamos el absurdo mundo del entorno, indagando la incomunicación entre el gentío y sopesando la cruel soledad entre las masas: Javier y sus mono-diálogos, con cavilaciones profundas al lado de disparatadas salidas. Fue una buena forma para meditar, atender ensueños, caer en abstracciones o sacar a flote los patíbulos del interior humano; esos con los que Tomeo alimentaba su literatura, que, más allá de lo verosimil, tanto tienen de reflejo y de verdad atesorada.
 

Sin embargo, no todo lo ocupó el absurdo, la incomunicación, la soledad y demás epicentros temáticos de Tomeo, cabalgando alocados a lomos de gallitigres y demás alucinados o a horcajadas de mosntruosos estrábicos, cegatos, paticortos, cojitrancos, seisdedos y demás faramalla. Pese a ser parco en la lectura de sus coetáneos, siempre había hueco para la conversación. Desde el teatro (él, novelista en auge gracias a la versión teatral de sus novelas), a los clásicos (en especial, griegos, pero también romanos), la botánica de la mano de Pío Font Quer (Los reyes del huerto manan de él) o la brujería (junto a Juan Mª Estadella publicó La brujería y superstición en cataluña), sin olvidar Aragón y su presente, la nostalgia que irradiaba desde una infancia oscense común… o la misma actualidad, incluido el fútbol y demás fruslerías.

Aunque Tomeo reposa, está aquí y seguirá siendo siempre Tomeo, exclusivo, inigualable y universal. Al menos, a ojos de este lector (y amigo).
(*) Publicado en "Artes y Letras". Heraldo de Aragón.
 

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