JUEGO PORQUE ME TOCA
De tal palo, señoría,
tal astilla. El refrán acierta. No quiero cargar las tintas, sólo acudir a la
realidad que es verdad, la verdad. Sin intereses de por medio. Simplemente,
concretar lo que sucedió y cuanto sucedió. He admitir que era guapa, muy guapa,
pero también que sabía –lo sé- que era –espero que aún no haya dejado serlo-
tía carnal. Como afirmaba la abuela, la naturaleza –en concreto, ella hablaba
de Dios- le había dotado de esa hermosura que encela a los hombres
inclinándoles a la sinrazón. Yo, no puedo probarlo, porque apenas la traté. Que
recuerde, tan sólo unas semanas, en verano, cuando vino a la Casa para curarse
de una tisis. Aún vislumbro su indolencia sobre la cama durante los primeros
días de su enfermedad. Maliciosa, torciendo el rictus mientras yo, asombrada,
miraba aquello
a hurtadillas Me llevaba más de diez años. Por aquel entonces, señoría, yo
tendría siete u ocho, quizá nueve. Luego, después de ese verano sanador, ella
marchó a Londres. A perfeccionar su inglés, creo. Y ya perdí su pista hasta
quedar convertida en una difusa fotografía, agrietada y sin el brillo de la
vida. Quizá, no tan agrietada y sin brillo como en el resto de mi familia que,
supongo, alguna noticia tendrían de sus andanzas. Porque, en aquel tiempo,
nuestros padres aún se cruzaban cartas con ella.
Así se desgajó de mi
vida. De manera tan simple. Cubriéndose poco a poco de sombras, oscuridad y,
olvido. Ella, y todo cuanto sucedió mientras se recuperaba de su postración, fue
desliándose como el paseo militar de las sombras cuando mordisquean la luz
hasta transformarla en tiniebla y negrura.
Supongo que lo que
hacía conmigo, también lo haría con otras. Digo, supongo. Sin embargo, sí puedo
decirle que era ladina, no en un sentido de indecorosa, que también, sino en el
de la pericia. Cegaba, una a una, todas las salidas posibles para que no
tuvieras más remedio que aceptar lo que ella proponía. Lo que se proponía.
Primero encelaba y, cuando, vislumbraba atisbos de incomodidad en su
contendiente, empujaba a lo incierto y, así, sucesivamente hasta que una caía
rendida a sus pies. Ahora creo que la normalidad le resultaba aburrida y que
necesitaba no amputarse los arrebatos más íntimos. La locura era su tabla de
salvación. La demencia de esperar lo imprevisible, sabiendo que ésta nunca
llega del todo. Tal vez, así escapaba a la vida. Y se saciaba. Por eso, me
reafirmo en lo de tal palo tal astilla.
El niño, señoría, me
recuerda a su madre, mi prima agrietada y sin brillo.
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