martes, 21 de mayo de 2013

MICRO-RELATO


JUEGO PORQUE ME TOCA

De tal palo, señoría, tal astilla. El refrán acierta. No quiero cargar las tintas, sólo acudir a la realidad que es verdad, la verdad. Sin intereses de por medio. Simplemente, concretar lo que sucedió y cuanto sucedió. He admitir que era guapa, muy guapa, pero también que sabía –lo sé- que era –espero que aún no haya dejado serlo- tía carnal. Como afirmaba la abuela, la naturaleza –en concreto, ella hablaba de Dios- le había dotado de esa hermosura que encela a los hombres inclinándoles a la sinrazón. Yo, no puedo probarlo, porque apenas la traté. Que recuerde, tan sólo unas semanas, en verano, cuando vino a la Casa para curarse de una tisis. Aún vislumbro su indolencia sobre la cama durante los primeros días de su enfermedad. Maliciosa, torciendo el rictus mientras yo, asombrada, miraba aquello a hurtadillas Me llevaba más de diez años. Por aquel entonces, señoría, yo tendría siete u ocho, quizá nueve. Luego, después de ese verano sanador, ella marchó a Londres. A perfeccionar su inglés, creo. Y ya perdí su pista hasta quedar convertida en una difusa fotografía, agrietada y sin el brillo de la vida. Quizá, no tan agrietada y sin brillo como en el resto de mi familia que, supongo, alguna noticia tendrían de sus andanzas. Porque, en aquel tiempo, nuestros padres aún se cruzaban cartas con ella.

Así se desgajó de mi vida. De manera tan simple. Cubriéndose poco a poco de sombras, oscuridad y, olvido. Ella, y todo cuanto sucedió mientras se recuperaba de su postración, fue desliándose como el paseo militar de las sombras cuando mordisquean la luz hasta transformarla en tiniebla y negrura.

Supongo que lo que hacía conmigo, también lo haría con otras. Digo, supongo. Sin embargo, sí puedo decirle que era ladina, no en un sentido de indecorosa, que también, sino en el de la pericia. Cegaba, una a una, todas las salidas posibles para que no tuvieras más remedio que aceptar lo que ella proponía. Lo que se proponía. Primero encelaba y, cuando, vislumbraba atisbos de incomodidad en su contendiente, empujaba a lo incierto y, así, sucesivamente hasta que una caía rendida a sus pies. Ahora creo que la normalidad le resultaba aburrida y que necesitaba no amputarse los arrebatos más íntimos. La locura era su tabla de salvación. La demencia de esperar lo imprevisible, sabiendo que ésta nunca llega del todo. Tal vez, así escapaba a la vida. Y se saciaba. Por eso, me reafirmo en lo de tal palo tal astilla.

El niño, señoría, me recuerda a su madre, mi prima agrietada y sin brillo.

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