CARTÓN PIEDRA, SIN
CUENTOS
Que no venga con
cuentos. Aunque le comprendamos –conocemos su calvario- puede decir cuánto
quiera y lo que quiera, pero, por lo general, la realidad es tozuda. Ésta,
abogado, es la verdad: Su progenitor fue un tarambana miserable que, además, de
quemar la herencia familiar, necesitó que muchas veces sus concuñados, nuestros
respectivos padres, le sacasen del apuro. Él supo, desde siempre, sin lugar a
la duda que, así, sus concuñados cortaban de raíz el lacerante llanto de las
respectivas esposas, sus hermanas pequeñas, nuestras madres. Era muy consciente
de ser el mayor de la estirpe y de que por ello, como tal, podía ejercer el
dominio. Desde muy niño. Todos en la ciudad estaban al corriente de que, en la
Casa, apenas se le presentaba una ocasión, sacaba a relucir alguno de sus
encantos y que, después, no dudaba en ejercer su condición de embaucador.
Cayese quien cayese, aunque el sacrificado fuese carne de su carne. Sí,
abogado, fue en la niñez -¿quién puede dudarlo?- cuando forjó esa variopinta
maestría suya para hacer uso de las añagazas. Por eso mismo, sus hermanas,
nuestras madres, más que hermanas, fueron su mejor probeta de ensayo y, por
supuesto -¿alguien lo duda?-, víctimas. Ahí nace y reside la permanente
influencia sobre ellas. Y, de rondón, también, sobre sus concuñados quienes,
una vez tras otra, comprendieron muy bien cuál debía ser la manera de su
proceder: antes de ahogarse y ahogarnos a todos en un valle de lágrimas
familiar, prefirieron soltar los cuartos o, incluso, aunque la vergüenza les
corroyese, mover los hilos de sus amistades en las alturas. Porque sonrojo de
verdad es lo que en la familia se ha padecido, pese a haber evitado la
ignominia. En muchas ocasiones ante los agremiados, amigos o, como dice él,
ante nuestros conmilitones, se vieron forzados a obrar contra su voluntad. No
seremos nosotros quienes ahora aticemos la hoguera, pero, usted sabe bien,
abogado, que, en la ciudad, aun está muy viva, porque se comenta a menudo, la
más sonada de sus hazañas; aquella en la que sus concuñados, con su aval,
cubrieron la deuda contraída en la más famosa partida de póquer de la región.
Famosa porque, pese a los años, todavía anda en boca como la línea roja que
nadie debe traspasar. Nos referimos, abogado, al fatídico amanecer en el que
nuestros padres, como ángeles custodios, acudieron malvestidos para cubrir el
farol –un miserable trío- que él había avalado con su hija mayor que “aún era
virgen”. Fue, precisamente, esa barbaridad ofrecida como prenda lo que movilizó
a nuestros padres, sacándoles de la cama y viajando con el alma en vilo tantos
kilómetros. Y todo para ver -eso aseguraron ellos varias veces- cómo él sorbía
el humo de su puro, detrás del que, en apariencia, pretendía disimular y
desleer la verdad de su mirada. Entre la supremacía y la súplica, pero jamás ni
un viso de agradecimiento. Una barbaridad muy semejante, abogado -también nos
la relataron- a la de su adversario, un caradura parecido, que no tragó la
bravata y pujó fuerte, más retador todavía. Y, como ya conoce, la algarabía fue
de tal órdago a la grande que, por milagro, no acabó en tragedia, pues la sangre
tenía ya todas las compuertas abiertas. Varios prohombres de la ciudad
–entonces aún jóvenes-, asustados, hicieron de bombero conteniendo al retador y
permitiendo que nuestros padres, los concuñados del tarambana, acudieran con la
ya consabida lluvia de billetes y de esta manera que nuestra prima salvase su
virginidad.
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