LA LARGA NOCHE DEL TIEMPO(*)
por Ramón Acín
Acierta LLamazares con su última
propuesta narrativa (Las lágrimas de San
Lorenzo), donde la memoria, la
melancolía y la fugacidad de la vida se funden granando una gratísima lectura.
En su brevedad (menos de doscientas páginas) abundan los matices y en su
apariencia simple, fluye la densidad. Aunque trata del tiempo y aborda refexivamente
las relaciones humanas, el amor o, entre otros variados aspectos, la existencia
misma, la novela se paladea y atrapa. LLamazares obliga a viajar. Y no porque, al
inicio, parezca el relato de un viaje con la sugerente isla de Ibiza al fondo, donde un padre
(protagonista-narrador) rememora ante su hijo (Pedro), durante la mágica noche
del 10 de agosto, su lejano pasado en la isla en la que, al parecer, durante casi
una década (la de su juventud), fue feliz. Pues, apenas leídas unas páginas, se muda de piel y el foco se desplaza hacia perspectivas
imprevistas que enraizan en direcciones varias: Pasado, presente, futuro del
hijo, ascendencia de ambos, amores, amistades, paisajes, existencia… Es decir, lo
que amanecía como el relato de un simple desplazamiento físico (no olvidar: todo
cambio de lugar conlleva su enseñanza: búsqueda de la verdad, de la felicidad…)
acaba transmutado en una profunda incursión en el ser humano y sus
circunstancias. Ésa es la auténtica proposición de la novela: acceder al viaje
por excelencia. Al viaje que escarba y explora la vida (y en la vida) que
solemos vivir “sin entenderla hasta que ya ha pasado” (p.55).
Se trata, por tanto, de un periplo
lleno de otros muchos, físicos y síquicos, empujados, puntualmente, por un
choque de edad (padre/hijo, adulto/niño) y por la distinta manera de observar
(y de abordar) la existencia, el mundo, la realidad… en una noche especial, la
de San Lorenzo, con sus metafóricas estrellas fugaces. Y todo ello a caballo de
un vaivén continuo, entre conversación y silencio (también, entre algarabía
introspecctiva y mudez exterior) al compás de la imprevisible caída de estrellas.
Vaivén que, tipográficamente, se remarca con la reiteración de títulos (“una”,
“otra”) y con la alternancia (de índole varia en su contenido) de los capítulos,
obrando así una significativa ralentización del contenido (buscada, sin duda).
En esa noche, con el inmenso cielo
como testigo (y, por supuesto, como metáfora), atravesado por las estrellas
fugaces, también la vida del narrador fluye y cae (y hasta desaparece) desde el
inmenso vallado de su memoria. Y en esa evocación, fundida con la añoranza y en
un mestizaje con la imaginación, salta la reflexión y la duda. Las preguntas y
la memoria caminaran juntas, mecidas por la melancolía, para llegar al destino
final que, a veces, culmina en la respuesta (por ejemplo, del reencuentro: el narrador/protagonista repite noche, gestos y
función al igual que, antaño, lo hizo su padre) y, otras, acaba en un dilema
irrosoluble como certidumbre retótica
del capítulo final: “¿No será Dios el tiempo?
Junto a
la densidad de ese río subterráno, pletórico de pensamientos y contenidos, que
fluye al fondo y como fondo, la novela es también reflejo sutil de una época,
de una generación, de una geografía y de sus costumbres que, en escasísimas
frases (breves estampas, a veces), actúan como fogonazos en la oscuridad. Padre
e hijo, por ejemplo, propician la forma de pensar, observar y vivir el mundo
por generaciones distintas. El primero, de vuelta de todo, en sonora soledad;
el segundo, mecido en su ensimismamiento e inocencia, con un mutismo que sólo logra
romper lo extraordinario. Así, sobre la anécdota personal (que desemboca en lo
familiar y profesional) se accede a la Historia de España con la tragedia de la
guerra civil y su dura posguerra, con sus libertades y desembarco internacional
y, por supuesto, con su devenir cotidiano. Y, a su vera, mediante el
fluir de los recuerdos que dan cuerpo a lo personal y a la Historia, un
arco iris vital que va desde la euforia desde la juventud en Ibiza y la
peregrinación por un sinfín de ciudades, hasta la soledad que descubre la
fugacidad de la vida y limitación del tiempo. “La vida”, se dice, siguiendo
a J. Lenon, “es eso que pasa mientras
estamos ocupados en pensar qué hacer con la nuestra” (p.147). Hay más, muchas
más cosas en esta novela de vena lírica, donde la penetración vital, el sensorialismo,
el poder de la nostalgia y la profundización en la vida, propuestas por
Julio Llamazares, se expanden con dulzura (sin obviar la meditación) ante nuestro ojos.
Julio Llamazares.Las lágrimas de San Lorenzo. Madrid,
Alfaguara, 2013, 193 pp.
(*) Publiocado en Artes y Letrtas (Heraldo de Aragón)
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