(ilustración: Solidaridad Obrera)
CUESTIÓN DE MATICES
Una vez que se le daba entrada,
era imposible pararlo. Aunque hablase por lo codos hasta el cansancio, captaba
la atención porque hilaba frases y frases con una lógica aplastante. No era
cuestión de respeto. O, al menos, no del todo, aunque su fama había traspasado
las fronteras del país, invitado por varias universidades extranjeras. En él,
lo más habitual era discusear sobre su odio al trabajo para, a renglón seguido,
elogiar la virtud de la pereza. No porque la encarnase y fuese un vago de siete
suelas, sino por la aversión que sentía hacia la locura que, según él, nos
había atrapado a todos. Esa insana, aseguraba, pasión obsesiva por el trabajo
y, en especial, por el dinero.
Cuando saltaba la bicha del dinero, su discurso tomaba
siempre la misma dirección y el tema de ocio hacía una triunfal aparición. Ocio
como libertad y felicidad frente al falso icono del capitalismo. El dinero
esclaviza, afirmaba, sabiéndose querido de todos. Había bebido de Lafarge,
Bertrand Russell e, incluso, de Marcusse, pero no había hecho bien la
digestión. O, al menos, no quería hacerla por más que gustase de inclinaciones
casi monacales, aunque siempre en comunidad.
Tenía tiempo para practicar el
ocio, pues, con menos de dos horas despachaba los asuntos de su inmensa
hacienda que otros trabajaban por él.
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