VENTANA A LA LUCIDEZ
Por Ramón Acín
Short, leyeron. Y, sin dudarlo, traspasaron el umbral. Dentro, la
asfixia del sofoco y el asedio de la opacidad. Tan sólo unas tenues luces
rojas, diseminadas por el suelo, orientaron sus pasos. Short, Short, Short, pudieron entrever, con cierta dificultad, aquí
y allá. Eran pequeños neones que retorcían su caligrafía para formar siluetas
diferentes. Todas insinuantes: piernas abiertas, senos puntiagudos y culos
generosos. Ni su ebriedad logró ocultar la misión del garito. Pero, ni ella ni él
buscaron la salida. Festejaban nupcias y el alcohol resbalaba, glacial, por sus
desaguados gaznates. Insensibilizándolos aún más entre el espeso sudor del
gentío. Tampoco la noche, bochornosa, ayudó dejando paso franco a la redentora
alborada que sabían próxima. Quizá, por eso, se eternizaron en la barra del
bar. Como esfinges en el desierto, rozándose la cara para entender cuanto se
decían, muy solemnes, pensando en el futuro. Sin siquiera espantar el moscardeo
de tipos que merodeaban alrededor. Entre entelequias, especularon cómo deberían
comerse el mundo. Ella, por ejemplo, fantaseó con tres hijos, dos niñas y un
niño. Y, también, con una casita a las afueras de la ciudad. Él, asentió bovino
antes de dispararle sus sueños de trabajo, escalando puestos en la Organización
Nacional. Un absurdo toma y daca de quimeras que ahogaron con un mar de gin
tonics. Luego, de repente, todo fue una sucesión de espejismos. Desde el ronco
tumulto, con golpes y gritos, a la placidez de un viaje infinito y al cuidado
de unos fornidos brazos…
Cuando él despertó, ella no
estaba a su lado. Su traje, rugoso, apestaba. Entre tanta penumbra, nada le
resultó reconocible. Pese al volcán de su cabeza, aún buscó una llama de
lucidez -explicarse dónde estaba, qué había sucedido y por qué ella le había
abandonado-, pero, las horas se sucedieron grumosas, infiltrándole maremotos de
aflicción y perplejidad para derrumbarle el escaso ánimo que restaba. Pidió
morir y, justo en ese momento, su mamá, dibujándose sobre la claridad que
penetraba por la puerta de la celda, afeó su conducta con el lenguaje de los
signos. Su chica, arrepentida, gimoteó al lado de su madre, pero él se sentíó
muy feliz porque, desde ese día, supo que la vida era una herramienta
multiusos. Incluso, para un sordomudo como él.
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