lunes, 3 de diciembre de 2012

VENTANA A LA LUCIDEZ (Relato breve)


VENTANA A LA LUCIDEZ
                                   Por Ramón Acín
Short, leyeron. Y, sin dudarlo, traspasaron el umbral. Dentro, la asfixia del sofoco y el asedio de la opacidad. Tan sólo unas tenues luces rojas, diseminadas por el suelo, orientaron sus pasos. Short, Short, Short, pudieron entrever, con cierta dificultad, aquí y allá. Eran pequeños neones que retorcían su caligrafía para formar siluetas diferentes. Todas insinuantes: piernas abiertas, senos puntiagudos y culos generosos. Ni su ebriedad logró ocultar la misión del garito. Pero, ni ella ni él buscaron la salida. Festejaban nupcias y el alcohol resbalaba, glacial, por sus desaguados gaznates. Insensibilizándolos aún más entre el espeso sudor del gentío. Tampoco la noche, bochornosa, ayudó dejando paso franco a la redentora alborada que sabían próxima. Quizá, por eso, se eternizaron en la barra del bar. Como esfinges en el desierto, rozándose la cara para entender cuanto se decían, muy solemnes, pensando en el futuro. Sin siquiera espantar el moscardeo de tipos que merodeaban alrededor. Entre entelequias, especularon cómo deberían comerse el mundo. Ella, por ejemplo, fantaseó con tres hijos, dos niñas y un niño. Y, también, con una casita a las afueras de la ciudad. Él, asentió bovino antes de dispararle sus sueños de trabajo, escalando puestos en la Organización Nacional. Un absurdo toma y daca de quimeras que ahogaron con un mar de gin tonics. Luego, de repente, todo fue una sucesión de espejismos. Desde el ronco tumulto, con golpes y gritos, a la placidez de un viaje infinito y al cuidado de unos fornidos brazos…

Cuando él despertó, ella no estaba a su lado. Su traje, rugoso, apestaba. Entre tanta penumbra, nada le resultó reconocible. Pese al volcán de su cabeza, aún buscó una llama de lucidez -explicarse dónde estaba, qué había sucedido y por qué ella le había abandonado-, pero, las horas se sucedieron grumosas, infiltrándole maremotos de aflicción y perplejidad para derrumbarle el escaso ánimo que restaba. Pidió morir y, justo en ese momento, su mamá, dibujándose sobre la claridad que penetraba por la puerta de la celda, afeó su conducta con el lenguaje de los signos. Su chica, arrepentida, gimoteó al lado de su madre, pero él se sentíó muy feliz porque, desde ese día, supo que la vida era una herramienta multiusos. Incluso, para un sordomudo como él. 

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