domingo, 18 de octubre de 2009

FALTO DE RESOLUCIÓN



RELATO
(Ramón Acín)

Dicen de él que, pese a todo, siempre fue un tipo agradable. Incluso bonachón. Que, bajo su carácter austero, escondía hasta bonhomía. Y que, en su amor por la soledad, había mucho de recogimiento, tal vez frente a un mundo que le disgustaba. Como un cartujo. Y que por eso a nadie le había extrañado que siempre acudiese a la iglesia al caer la noche. Ni que permaneciese en ella un tiempo que en otros casos podría parecer excesivo. Por otra parte, él era el sacristán. Además, los solitarios son así. O actúan así. Huidizos. Amando el sigilo. Por apocados. Ése, al menos, era el pensar de casi todos. O lo que decían de puertas afuera.

Ella había fallecido de pulmonía. Así constaba en el certificado de defunción. Días después de caer al río en pleno invierno. Fue un accidente. Cosas de muchachos, dijeron en la prensa. Y murió. Era bella. Como una diosa mitológica salida de un cuadro renacentista. Y en sazón.

La encontraron en su cama. Sin la lustrosa y fresca turgencia de sus escasos años. Tan admirados. Pudriéndose. Algunos deslizaron comentarios sobre evidentes muestras de haber sido violada. Con reiteración. Después de muerta. Y de enterrada. Claro. Y a él lo hallaron al lado, rodeado por un charco de sangre. Seca, después de tantos días desde el suicidio. Eso dijeron. También pudriéndose. Con el cuchillo de matarife -su otra profesión- a escasa distancia. Casi justo al lado. Mirándola a pesar del hieratismo de la muerte. Con la ansiedad impresa en unos ojos muy abiertos -demasiado, quedó escrito en el informe de la policía como si fuera una interrogación sin resolver-, que simulaban algo parecido a una pregunta escapándose de ellos. O sabiendo ya la imposibilidad de su respuesta. Quizá, también, por haberla hallado en medio de la confusión. O en un momento de lucidez. Nadie se aventuraba. En ninguna dirección.

Daba miedo.

Casi en el mismo día del entierro, el albañil -jamás quiso oír la palabra sepulturero- advirtió que todas las lápidas estaban removidas. E informó de ello. A la superioridad, como él decía. Y, por supuesto, a todo aquel que quiso escucharle. Pero nadie le prestó atención. Era ateo y, además, el único anarquista convicto. Y confeso. Jamás lo había ocultado. O sea, un anarquista de verdad. Además, la mayoría lo despreciaba. Todos hablaban de su afición a la bebida y de la desbordada propensión a la palabra. Y que a ellas se había entregado últimamente. A veces, con demasiado ruido. Tal vez fuera así porque ambas cosas, bebida y verborrea, le acallaban el pánico a la vida. O porque -tal vez, también- lo sedaban ante la incomprensión de sus convecinos. Por otra parte, desde que había salido de la cárcel ya no era el mismo. Lo sabía. Y se decía. Quizá también hubiese en ello una pizca de recelo ante el oculto pánico que él representaba. A él le sucedía otro tanto. También temía a la muerte mientras ejercía de enterrador por mucho que él se creyese albañil y pidiese que siempre fuera reconocido con esa profesión. El caso es que, en el barrio, todos le obviaron. Le creían un guillado. O un poca sustancia.

La explicación fue fácil. Para todo el mundo. Incluso para la policía. Para qué remover más, dijo el alcalde pedáneo. Lo mejor, echar tierra sobre el asunto. Y santas pascuas.

Pero algunos días después, la luz de la iglesia comenzó a encenderse a la hora de costumbre. Desde entonces, el miedo y el absurdo han construido la leyenda. Algunos cuchichean haber visto siluetas correteando por el pórtico, camino del cementerio. Como en una procesión de "Santa Compaña". Otros, más audaces, afirman, demostrando una seguridad con falsete, que han grabado suspiros y jadeos provenientes de la iglesia. Como de amantes en pleno combate amoroso. También hay quienes creen haber percibido como etéreas visitas de seres queridos mientras dormían. Y los hay, incluso, que llegan más lejos y dan detalles, con pelos y señales, de las insensateces más increíbles.

Y a mí aquí me tienen, atado a este barrio de mierda. Viviendo con todo esto sin que me vaya nada en ello. O tan sólo con lo poco que, de verdad, en un caso como éste, concierne a mi profesión. Extravagancias, vesanias y habladurías sin cuento constituyen la auténtica realidad. Mientras, hago lo que puedo.

Vivo cada día con la visión, todavía deseable, de un cuerpo adolescente pese a estar ya corcándose. Y también acoquinado por la mirada de él y por la negruzca herida de sus manos llenas de coágulos, sucediéndose en cadena desde el corte de las venas hasta el inicio de sus brazos. Sin resolver nada. Condenado con esta visión. Eso le conté por carta a mi primo, aunque ya sé que no obtendré respuesta. Es así. Un sonsaina.

Y la investigación no avanza. La novela no crece. Sólo pervive el misterio. Demasiado tiempo ya. Y yo, atribulado entre dimes y diretes, histerias y rezos, haciendo el tancredo. Todos me miran como a un extraño. Con la obligatoria carcoma de seguir aunque me dé cabezadas. Como un ánima en pena. Un infierno. Y los días se suceden.


Otra vez lo mismo.
A la hora prevista, las luces de la iglesia han vuelto a encenderse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario